martes, 1 de diciembre de 2015

Filosofistería

“Yo recomiendo la necesidad de cuidarse de las enseñanzas de los sofistas, de no desvalorizar los razonamientos de los filósofos” Jenofonte.

“En efecto, la sofística es una sabiduría aparente, pero no real, y el sofista es un traficante en sabiduría aparente, pero no real” Aristóteles.

El filósofo es un enamorado, un enamorado de la palabra. Y profesa un amor poco aconsejable: el amor ciego. De Platón en adelante y hasta el siglo XX, la historia oficial de la filosofía nos muestra una serie de pensadores muy convencidos, que saben muy bien lo que dicen. Pues para cada una de sus palabras, tienen una cosa nombrada, un referente, y cuando no hay cosa, bueno directamente no hablan. A esa conclusión llegó por ejemplo Ludwig Wittgenstein en su primera etapa de pensamiento, con la consecuencia que sólo un convencido de una certeza desenfrenada –o un fanático, lo cual es lo mismo- podría mostrar. “De lo que no se puede hablar, es mejor callar”. Proposición 7 del Tractatus lógico-filosófico.
Es curioso que estos habladores por antonomasia se muestren tan seguros de sí mismos, como si estuvieran en control del lenguaje, a su comando, y éste no fuera capaz de rebasarlos en ningún momento. Una de nuestras ideas de hoy será la siguiente: un verdadero filósofo es una represa para las aguas del lenguaje. El lapsus, el chiste, el sin sentido, nada de eso resulta relevante para él, por lo menos no vale como “conocimiento”, a lo sumo son elementos tipo de una historia de los errores. Esa seguridad es además la que legitima al filósofo, portador de un saber, a decirle a los demás lo que tienen que hacer. Y ahí va Sócrates por la plaza desafiando el concepto de justicia del común (ahí va descubriendo el concepto mismo); ahí Platón clasificando los tipos de gobierno y coronando rey, no por azar, al filósofo; y también Aristóteles agudizando las taxonomías hasta la perfección, hasta “agotar” las posibilidades mismas del nombrar (el célebre problema de la cantidad de las categorías).
Pero hubo en las historia del pensamiento quienes se les animaron a estos gigantes, en su propia época, y en sus propios términos. Estos temerarios son llamados desde entonces los “sofistas”, condenados por los grandes a no ser capaces de producir otra cosa que “sofistería”. Según quien cuente la historia –como suele suceder- los sofistas serán mejores o peores. En principio nosotros diremos que dijeron muchas cosas, pero su virtud no estuvo tanto en ello como en saber que las decían. No “saber lo que decían”, sino “saber que decían”.
El diccionario los conmemora de este modo:
A: conjunto de doctrinas, o actitud intelectual común de los principales sofistas griegos (Protágoras, Gorgias, Pródico, Hippias, etc)
B: (Nombre común) Se dice de una filosofía de razonamiento verbal, carente de solidez y seriedad.
Es evidente: una definición es histórica, la otra encierra un juicio de valor. La segunda bien podría haber sido una entrada hecha por Platón. El sofista es, según esto, un filósofo malo, tramposo, que juega con las palabras y no las ama por su ser, por su verdad. Es un mal filósofo y por ello debe ser rectificado.
El sofista ha descubierto que el lenguaje y las palabras no son cosas del mundo, en todo caso ha descubierto que el lenguaje y las palabras hacen cosas. La perfomance y la homonimia son las dos características del discurso que explota el sofista para desesperación del filósofo. Esta lucidez puede condensarse en un dicho de Heráclito (a quien algunos incluyen entre los sofistas, otros lo colocan como antecedente) “El oráculo no esconde ni revela, significa (hace signo)”.
 “No esconde ni revela” porque en las palabras, a priori, no hay nada. Es la cadena de significantes la que produce algún efecto sobre lo que llamamos “realidad”. Por eso el oráculo tampoco vaticina. Esa es ilusión de filósofo: saber antes de saber. Será lo que el psicoanálisis –forma contemporánea de la sofística en el mejor de los sentidos- desarticula como sujeto de la enunciación y  sujeto del enunciado. La idea es la siguiente: todo lo dicho, es dicho por alguien, por un sujeto. Ese sujeto que habla, hablando se equivoca, produce equívocos. ¿Nunca dijeron una cosa queriendo decir otra? ¿O nunca los malinterpretaron y tuvieron la discusión más absurda con otro? Será ese sujeto de la enunciación el que la filosofía querrá borrar a lo largo de su historia. Ese sujeto singular-contingente querrá ser tapado, suturado de las más diversas maneras (justamente porque usando el lenguaje se equivoca). Una de sus variantes más famosas: el sujeto trascendental kantiano, pero el primer ladrillo lo pondrán dos viejos conocidos, Aristóteles y Platón.
Empezamos por el final. Veamos qué tesis batallaban estos que creían ser los únicos verdaderos filósofos. En principio ya lo adelantamos, la idea de performance y que podríamos parafrasear como “la palabra hace”.
“La palabra es una gran dominadora, que con un pequeñísimo y sumamente invisible cuerpo, cumple obras divinísimas, pues puede hacer cesar el temor y quitar los dolores, infundir la alegría e inspirar la piedad… Pues el discurso, persuadiendo al alma, la constriñe, convencida, a tener fe en las palabras y a consentir en los hechos… La persuasión, unida a la palabra, impresiona el alma como ella quiere. La misma relación tiene el poder del discurso con respecto a la disposición del alma, que la disposición de los remedios respecto de la naturaleza del cuerpo. En efecto, tal como los distintos remedios expelen del cuerpo de cada uno diferentes humores, y algunos hacen cesar el mal, otros la vida, así también, entre los discursos algunos afligen, y otros deleitan, otros espantan, otros excitan hasta el ardor a sus auditores, otros envenenan y fascinan el alma con convicciones malvadas” (Gorgias, Elogio de Elena, 8, 12-14).
Cita que hubiera sido del mayor agrado para Freud, haríamos bien en oponerla directamente a Platón y a Aristóteles (y en general a buena parte de lo que llamamos filosofía) pues ellos –si bien no desconocieron el poder creador de la palabra- privilegiaron diríamos su aspecto descriptivo. La palabra nombra a la cosa, y en ese nombrar no pone nada que no estuviera antes allí, no inventa. Eso es filosofía pura y dura. Nombrar es descubrir, es describir. Para Platón será ser capaz de reconocer el universal presente en todo particular: el “Árbol” del árbol de la esquina, la “Belleza” que hace “bella” a tu novia. En fin, las esencias, y las esencias son nombres. Para Aristóteles, la verdad es también un decir, es un “decir de lo que es, que es, y de lo que no es, que no es”. Digamos que hay un uso incorrecto frente a otro uso correcto del lenguaje. Los sofistas vendrían a ocupar, según la historia oficial, el lugar de herejes del discurso.
Fueron famosos por defender tesis relativistas del conocimiento. Preocupados más que nada por la formación para la vida pública, al sofista le interesaba suscitar un estado de ánimo en el otro, un estado de aceptación o rechazo. Por ello destacaban en la creación de discursos, eran grandes retóricos (de allí que se dedicaran a la enseñanza remunerada a futuros políticos). Su relación peculiar con el dinero –buscaban jóvenes ricos a los cuales educar- les hizo valerse del reproche de aquellos que fatigaban sus mentes sólo por el amor a la verdad. Idea curiosa si uno piensa que los sofistas no dejaban de ser maestros y que –gustara o no- enseñaban cierta habilidad (si queremos guardarnos el mote de “conocimiento” para objetos más dignos). ¿Acaso piensa alguien hoy que un maestro (de lo que fuere) debiera regalar lo que sabe, sobre todo si ha decidido hacer de la enseñanza su forma de vida? Aunque en principio el gobierno argentino nos responde que sí, el sentido común nos inclina a afirmar lo contrario.
Sin tomar partido ni por unos ni por otros, podemos decir que los sofistas le hicieron bien a la historia de la filosofía. Que Aristóteles y Platón dedicasen libros enteros a refutarlos ya habla muy a su favor. Pero además nos ilustra la idea de una estudiosa de esta época del pensamiento, Bárbara Cassin, que en su libro Jacques, el sofista –al cual este artículo debe la mitad de su ser- afirma que el antagonismo sofistas-filósofos está basado en una relación anverso-reverso. Es decir, el uno no puede vivir sin el otro, o mejor uno es en y por el otro. Como los enamorados que en el reproche y en el odio no pueden advertir cuánto se desean aún.   


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