Uno de los fenómenos que ha ocupado y azuzado a la filosofía desde los
tiempos de los griegos hasta el presente, es uno que todos los seres parlantes y perceptuales como
nosotros podemos experimentar en todo momento y casi en cualquier lugar. Nos
referiremos, por supuesto, a la conciencia. Más bien, a la voz -¿o debiéramos
decir voces?- de la conciencia.
Desde los tiempos en que andar en
toga y las libaciones eran cosa común, el problema de la voz interior ha sido
un tópico de discusión. De una naturaleza inmaterial, pero más real que ninguna
otra cosa que podamos percibir, la conciencia se emplaz
a en el centro del dominio subjetivo, de nuestra realidad espiritual.
a en el centro del dominio subjetivo, de nuestra realidad espiritual.
Contrario a lo que muchos
historiadores de la filosofía sostienen, en particular aquellos idealistas y
espiritualistas, el conocimiento del hombre en la Antigüedad griega clásica
presuponía el conocimiento y comprensión de su realidad espiritual. De acuerdo
a esta tradición, este período se caracteriza por su objetivismo, mientras que son
la era cristiana y moderna las que se delinean por su subjetivismo. Esto
querría indicar algo así como que la conciencia moral, la comprensión del
conocimiento y de la vida creadora e interior del hombre, pertenecen
exclusivamente al pensamiento cristiano y moderno, mientras que el pensamiento
antiguo habría reducido toda la interioridad subjetiva a puro reflejo y
producto de la naturaleza exterior.
La noción de conciencia o alma es
una de las más ricas en lo que respecta al pensamiento antiguo. Pero su
trayectoria recorre toda la historia del pensamiento filosófico y sufre
pequeñas mutaciones, llegando así a la modernidad y, para varios pensadores, al
punto fundacional del sujeto moderno: Descartes. La noción de sujeto atraviesa
varias encrucijadas, incluso en la filosofía política del Medioevo, y hay un
largo camino desde la noción de alma de la Antigüedad (contenida en el famoso “conócete a ti mismo”),
hasta la más reciente noción de sujeto y conciencia que fue explorada por los
pensadores modernos. Basta por ahora recordar que cuando hablamos del sujeto
cartesiano, estamos hablando de un dualismo mente-cuerpo esencial y paradigmático
para la subjetividad que Descartes construye.
En la narrativa de Samuel Beckett
encontramos esta <voz> de la conciencia que se despliega a lo largo de
páginas y páginas en constante asedio del mundo externo, así como de los
recuerdos y de su misma existencia. Su estilo, a menudo tildado de pesimista,
abusa de un procedimiento que es radicalmente opuesto a aquel de los
vanguardistas de su época (en particular a Joyce): el empobrecimiento del
lenguaje en pos de un agotamiento semántico del mismo. El medio que utiliza en
su así llamada “búsqueda estética” es la voz de la conciencia, la cual nos
arrastra con naturalidad a los enredos de sus preguntas y respuestas que suelen
terminar negando el punto de partida. En Textos
para nada (1950), esta voz se disemina a través de trece breves monólogos
que parecen ser interminables, pues su objeto no es otro que la disociación de
la voz que narra de todo lo que uno podría suponer lícito asociar: cabeza,
cuerpo, mundo.
“¿Adónde iría, si pudiera irme, qué sería, si pudiera ser, qué diría,
si tuviera voz, quién habla así, diciéndose yo?”[1]
Es oportuno ahora recordar la
crítica del filósofo escocés David Hume a la idea de yo o alma. Como todo buen empirista, Hume no encuentra
percepciones constantes de las que se pueda extraer una idea de yo, y si no
podemos fundamentar una idea en impresiones sensibles, entonces ésta debe ser
un fiasco, producto de nuestra imaginación. El alma, o yo, sería un continuo
haz de percepciones en perpetuo flujo y movimiento. La idea de un yo, de
una identidad constante, es el resultado de una confusión entre identidad y sucesión:
la experiencia y la memoria nos ofrecen una sucesión de impresiones que
terminamos por atribuir a un “sujeto”. En Beckett, la crítica a la identidad
del yo es notable:
“Por qué esta súbita amabilidad después de tanto abandono, es fácil de
entender, es lo que él se dice, pero no lo entiende. No estoy en su cabeza, en
ninguna parte de su viejo cuerpo, y sin embargo estoy aquí, para él estoy aquí,
con él, de ahí tanta confusión.”
Sin embargo, Beckett no juega con
ideas filosóficas por el simple placer de hacerlo. Más bien las emplea como
poeta, parodiándolas a veces y fragmentándolas otras, para mostrar la
incapacidad de cualquier sistema para explicar la realidad humana de un modo
coherente y plenamente satisfactorio. La repetición de las mismas preguntas sin
respuestas, la ironía corrosiva que abunda en sus textos, llevan a replantear
el asedio de la voz de la conciencia a su vehículo: el lenguaje. Mientras el
‘flujo de la conciencia’ propio del subjetivismo literario se dedicaba a
enriquecer el lenguaje de una manera inaudita, el repiqueteo subjetivista de
Beckett lleva a atacar el lenguaje por sus rasgos fascistas, por su obligación
a decirlo todo, o simplemente, por su tener que decir, sin importar qué:
“Mientras
las palabras salgan nada cambiará, ahí están las viejas palabras sueltas aún.
Hablar, no hay más, hablar, vaciarse, aquí como siempre, no hay más.”
Lo dicho anteriormente vale
también para su obra teatral. En el teatro de Beckett habitan personajes de un
mundo olvidado, de una escena dejada en pausa, con diálogos que se repiten sin
necesidad (ni intención) de llegar a un desenlace, a un acuerdo. Dicen todo lo
que tienen para decir, y las pausas, huecos en la monótona inacción, parecen
decir que eso es todo lo que tienen para decir. En gran medida, la visión
pesimista que se le atribuye a Beckett proviene del saldo de las puestas en
escena de su teatro: el mundo aparece como un baldío olvidado por los dioses,
donde seres de una existencia insignificante sin propósito alguno más que
repetirse a sí mismos sus penosas prerrogativas, juegan el mismo juego de
preguntas sin respuestas hasta el final. En el mundo beckettiano, “libertad” es
tan solo otra palabra para ‘nada más que decir’, pero los personajes están
condenados a decir. Los personajes, ya
sean voces sin cuerpo o vagabundos al costado del camino, se distinguen por
buscar afirmarse en su interioridad, rasgo que se hace más visible en la
narrativa de Beckett, donde se debe bucear en el lenguaje para poder rescatar
algo que decir:
“Porquería de palabras para hacerme creer que estoy allí, y que tengo
una cabeza, y una voz, una cabeza que cree esto, que cree aquello, que ya no
cree, ni en ella misma ni en otra cosa, pero una cabeza, y una voz que le
pertenece, o a otras, a otras cabezas, como si hubiera dos cabezas, como si
hubiera una cabeza, o inane, una voz inane, pero una voz.”
Muchos de sus llamados
experimentos narrativos, innovaciones o destrucciones que conciernen al
lenguaje, su estilo seco, se confunden con la prerrogativa inicial de Beckett:
la voz de la conciencia en constante oposición a la realidad externa, opuesta
al cuerpo, y también, a veces demasiado, contra sí misma. Beckett parodia a la filosofía cartesiana desde su literatura, donde la
conciencia, separada del cuerpo, es una cosa aparte. Según el dualismo
cartesiano, nos las vemos con dos tipos de sustancias: la res extensa (los cuerpos) y la res
cogitans o pensante. Esta última, referida al pensamiento, constituye para
Descartes la fuente de todo conocimiento cierto. De allí el chiste de
Beckett de adoptar un dualismo mente-cuerpo tan explícito en su literatura,
para luego tener a la voz de la conciencia vagando de aquí para allá sin poder
asegurar nada sobre nada, salvo que debe seguir y seguir hasta el final.
Allí encontramos la fuerte
crítica al sujeto cartesiano en la obra de Beckett: perdido en vagas e infructuosas búsquedas por alguna certeza, o cuando
menos, algún recuerdo que pueda aún ser fiable, el sujeto moderno se ve
reducido a ser casi un vagabundo sin memoria, el soporte ficticio de un monólogo
sin destino ni final.
Por Eduardo Lega
No hay comentarios:
Publicar un comentario