martes, 17 de noviembre de 2015

De rerum natura: Lévi-Strauss, Marcel Mauss y otras clasificaciones (im)pertinentes






Una vez más, todo empieza de nuevo. Vuelta al caos de bolsos y cajas con cintas que rotulan lo inclasificable: “Papeles”. “Papeles importantes”. “Ropa”. “Adornos” (sí, adornos…). Como un eterno retorno de lo mismo, trato de ponerle onda a esta cuarta mudanza.

Siempre pienso primero en los libros, en la masa de libros moviéndose kilómetros - ahora por suerte metros- de Plaza San Martín a Plaza Brandsen. Pero cuando empiezo a embalar me doy cuenta de que sigo tropezando con las mismas piedras: los libros no tienen la culpa. Ellos se acomodan solitos, simétricos, uno arriba de otro. El problema es otro. La cuestión es dónde, cómo y por qué trasladar la cantidad de cosas. Pienso cuánta razón se esconde en algunas frases sartreanas: lo esencial es la contingencia.

“Cosas” es una expresión extraña. En nuestro español rioplatense, el término permite subsumir bajo su espectro casi cualquier objeto, no importa cuál sea su función, su etimología, a veces ni siquiera su existencia. “El coso ese”, sintagma criollo fundamental, se presenta como la posibilidad misma de trascender las fronteras del lenguaje hacia el centro mismo de lo inefable.

Tal potencialidad mágica, sin embargo, se ve contrarrestada por ciertos efectos colaterales, no menos frecuentes. Muchas veces, la misma fórmula nos animaliza (con perdón de los animales): embrutecidos, insistimos obstinadamente en que nos alcancen “el coso”, ciegos e incapaces de proporcionar la referencia concreta del término, sin poder expresar el objeto de nuestro vivo deseo.

La expresión “coso” –cuyo equivalente chileno asume la enigmática forma de “cuestiones”– constituye un caso paradigmático de aquello que el antropólogo Lévi-Strauss denominó “significantes flotantes”. Un significante flotante es un significante que puede relacionarse con diversos significados, sin tener en sí mismo un significado fijo.

Como es natural, el significante a partir del cual Lévi-Strauss construyó esta teoría no era nuestro “coso”, sino una palabra que intrigaba al también antropólogo francés Marcel Mauss: el término “mana”. Digamos antes dos palabras sobre Marcel Mauss y la importancia de su teoría sobre el don. Este etnógrafo, quien también supo ser tío del famoso sociólogo Émile Durkheim, se dedicó a analizar el intercambio de favores u obsequios en sociedades melanesias y polinesias (sociedades, como diría Lévi-Strauss hacia el final de su vida, mal llamadas “primitivas”).

Mauss mostró que los regalos o dones constituían la clave de las relaciones entre las diferentes comunidades, probando así que el encuentro con “el otro” no siempre se ajusta al esquema hegeliano, donde priman la lucha y la violencia –pensemos en la dialéctica del reconocimiento de la Fenomenología y su “enfrentamiento a muerte”–. La estructura hallada por Mauss se basaba en la reciprocidad del dar-recibir-devolver, y alcanzaba formas de altruismo capaces de hacer caer de culo al capitalismo avanzado. Comprar y vender, prestar y tomar en préstamo, los papúes lo decían todo con la misma palabra: “hau”.  

Entre las múltiples cuestiones que intrigaban a Mauss y a Durkheim (que para esas alturas ya escribía con su tío), una crucial era el término mana, que para los polinesios quería decir casi cualquier cosa: fuerza, acción, cualidad, sustantivo, adjetivo. Ni hablar que el asunto se complicaba cuando empezaban con los estudios comparados: en otras comunidades, el término análogo a mana, manitou, se utilizaba para hacer referencia a salamandras o bichos que aparecían de imprevisto, a la vez que designaba a personas que todavía no eran familiares. En América del Sur, mana era una especie de sustancia fluida manipulada por el chamán, “que se depositaba sobre los objetos en forma visible, provocando desplazamientos y levitaciones cuya acción solía ser generalmente nociva.”[i]

Lévi-Strauss logra despejar la misteriosa ambigüedad del mana explicando su pertenencia al tipo de los significantes flotantes. El significante flotante, en tanto que significante vacío, puede ser llenado con los más diversos sentidos. Así, funciona como un símbolo algebraico, representando un valor indeterminado de significación: el significante flotante es al lenguaje lo que el cero a la aritmética. ¿Cuál es su función? Garantizar el equilibrio entre los términos disponibles y las cosas en el mundo, mantener la complementariedad de las relaciones entre significantes y significados. Gracias a los significantes vacíos podemos asimilar al orden simbólico fenómenos que parecen desbordar el lenguaje. Son nuestra posibilidad de expresar aquello que parece resistirse a la notación, con palabras que flotan a la deriva, como tablones de madera, a la espera del manotazo desesperado de algún hablante medio ahogado.

Sin embargo, aún con los significantes flotantes el problema subsiste y es, precisamente, la indeterminación. Retomando el caso particular que nos ocupa –no olvidemos que todo esto vino a cuento de una mudanza–, diremos que la dificultad más grande, inherente a toda naturaleza polisemántica, consiste en su difícil o imposible clasificación. La solución de Lévi-Strauss logra salvar al orden lingüístico de las vicisitudes del mundo, pero la categoría “significante flotante”, lógicamente tan bella, se revela como concretamente impracticable.

Clasificar es una actividad a la que nosotrxs, humanos y humanas, nos hemos entregado con más y menos placer desde tiempos antiguos. Se sabe que ya en el siglo V a.C., los primeros médicos griegos, los hipocráticos, clasificaban a los seres humanos según cuatro tipos generales: biliosos, coléricos, sanguíneos y flemáticos. La pertenencia a uno u otro tipo humano constituía la clave para alcanzar la cura y era, por lo tanto, el objetivo del diagnóstico.[ii]

El propio Kant todavía creía en la validez de las categorías hipocráticas, y fue mucho más lejos en la manía taxonómica, aplicando los conceptos griegos ya no a individuos, sino a naciones: así, los franceses eran sanguíneos por su inconstancia, hecho evidente atendiendo a su gusto por la moda (siempre cambiante); y los alemanes, por supuesto, flemáticos: el tipo más dispuesto a la filosofía.

Ya que estamos de repaso, diremos que más tarde hubo clasificaciones menos simpáticas; la siniestra “craneología” del francés Paul Broca (1824-1880) sirvió para justificar con falso rigor científico los prejuicios de siempre: androcentrismo (palabra más precisa para el “machismo”), racismo, etnocentrismo. Se trataba de probar que el tamaño del encéfalo o del cráneo, dependiendo del caso, determinaba las capacidades cognoscitivas. Esta vez ganaban, con los cráneos más grandes y pesados, los franceses (sólo los varones).

Misceláneas: en 1855 muere el matemático alemán Karl Gauss, siendo su última voluntad –como era costumbre entre las personalidades de la época– donar su cerebro a los profesionales craneólogos. Éstos, ávidos por confirmar sus especulaciones, se arrojaron desesperados a lo que, creían, iba a ser un espectacular pedazo de cerebro. Los resultados fueron decepcionantes: los sesos del genial Gauss resultaron ser un cachito de encéfalo promedial, de apenas 1.492 kgs.[iii] Pero quién dijo que todo está perdido. Como suele suceder en estos casos, las hipótesis ad hoc vinieron al rescate de la “teoría”. Los craneómetras dijeron que el peso podía ser significativamente pequeño, la longitud increíblemente escasa, el diámetro totalmente patético, ¡pero qué cantidad de recovecos y vericuetos! El encefalito de Gauss era un laberinto de circunvoluciones, clara imagen de su numérica grandeza.

Recientemente me he enterado que una científica del Instituto Max Planck descubrió que el cerebro en cuestión no era del gran Gauss, sino de otro alemán de la época, un tal Fuchs, ilustrísimo desconocido. A fines del año 2013, se afirmó que ambos cerebros habían sido misteriosamente intercambiados. Los resultados son ahora más tristes para el universo craneológico: sin siquiera grandes circunvoluciones, el verdadero encéfalo de Gauss ostenta características absolutamente normales.

De repente, un instante de cerebral lucidez me hace mirar la habitación: el quilombo persiste, o ha empeorado. Caída del cielo platónico, como los aurigas del Fedro, pienso en que tengo que parar de escribir y seguir con las cajas. No puedo escribirles con fibrón negro “objetos flotantes”; repasar tipos de clasificación también ha sido inútil. El problema de cómo organizar los cosos y las cosas sigue irresuelto, todo está ahí desparramado en el piso y me doy cuenta de que en estos casos haber estudiado filosofía no sirvió para nada.

Por Luisina Bolla                                                                                             




[i] Lévi-Strauss, “Introducción a la obra de Marcel Mauss” en Mauss, Sociología y Antropología, Madrid, Tecnos, 1979. p.35
[ii] Para quien quiera amenizar la tarde de domingo y ya se cansó de tirar las monedas del I-Ching por internet, las clasificaciones hipocráticas están disponibles para su consulta y están menos trilladas que el signo astrológico o chino. Algunos datos: si no te gusta trabajar y preferís en cambio cualquier actividad procrastinante, es posible que pertenezcas al tipo flemático; si sos “más bien salvaje que cultivado”, aficionado a las artes y belicoso, probablemente seas bilioso. Los otros dos tipos son menos claros, pero igualmente interesantes...  
[iii] Cfr. El excelente libro de Gould, La falsa medida del hombre, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988. p.83


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