Una vez más, todo empieza de nuevo.
Vuelta al caos de bolsos y cajas con cintas que rotulan lo inclasificable:
“Papeles”. “Papeles importantes”. “Ropa”. “Adornos” (sí, adornos…). Como un
eterno retorno de lo mismo, trato de ponerle onda a esta cuarta mudanza.
Siempre pienso primero en los libros, en la masa de
libros moviéndose kilómetros - ahora por suerte metros- de Plaza San Martín a
Plaza Brandsen. Pero cuando empiezo a embalar me doy cuenta de que sigo
tropezando con las mismas piedras: los libros no tienen la culpa. Ellos se
acomodan solitos, simétricos, uno arriba de otro. El problema es otro. La cuestión
es dónde, cómo y por qué trasladar la cantidad de cosas. Pienso cuánta razón se esconde en algunas frases sartreanas:
lo esencial es la contingencia.
“Cosas” es una
expresión extraña. En nuestro español rioplatense, el término permite subsumir
bajo su espectro casi cualquier objeto, no importa cuál sea su función, su
etimología, a veces ni siquiera su existencia. “El coso ese”, sintagma criollo
fundamental, se presenta como la posibilidad misma de trascender las fronteras
del lenguaje hacia el centro mismo de lo inefable.
Tal potencialidad mágica, sin embargo, se ve
contrarrestada por ciertos efectos colaterales, no menos frecuentes. Muchas
veces, la misma fórmula nos animaliza (con perdón de los animales):
embrutecidos, insistimos obstinadamente en que nos alcancen “el coso”, ciegos e
incapaces de proporcionar la referencia concreta del término, sin poder
expresar el objeto de nuestro vivo deseo.
La expresión
“coso” –cuyo equivalente chileno asume la enigmática forma de “cuestiones”–
constituye un caso paradigmático de aquello que el antropólogo Lévi-Strauss
denominó “significantes flotantes”. Un significante
flotante es un significante que puede
relacionarse con diversos significados, sin
tener en sí mismo un significado fijo.
Como es natural, el significante a partir del cual
Lévi-Strauss construyó esta teoría no era nuestro “coso”, sino una palabra que
intrigaba al también antropólogo francés Marcel Mauss: el término “mana”. Digamos antes dos palabras sobre
Marcel Mauss y la importancia de su teoría sobre el don. Este etnógrafo, quien también supo ser tío del famoso
sociólogo Émile Durkheim, se dedicó a analizar el intercambio de favores u obsequios en sociedades melanesias y
polinesias (sociedades, como diría Lévi-Strauss hacia el final de su vida, mal
llamadas “primitivas”).
Mauss mostró que
los regalos o dones constituían la
clave de las relaciones entre las diferentes comunidades, probando así que el
encuentro con “el otro” no siempre se ajusta al esquema hegeliano, donde priman
la lucha y la violencia –pensemos en la dialéctica del reconocimiento de la Fenomenología y su “enfrentamiento a muerte”–. La estructura hallada por Mauss se
basaba en la reciprocidad del dar-recibir-devolver,
y alcanzaba formas de altruismo capaces de hacer caer de culo al capitalismo
avanzado. Comprar y vender, prestar y tomar en préstamo, los papúes lo decían
todo con la misma palabra: “hau”.
Entre las múltiples cuestiones que intrigaban a Mauss
y a Durkheim (que para esas alturas ya escribía con su tío), una crucial era el
término mana, que para los polinesios
quería decir casi cualquier cosa: fuerza, acción, cualidad, sustantivo,
adjetivo. Ni hablar que el asunto se complicaba cuando empezaban con los
estudios comparados: en otras comunidades, el término análogo a mana, manitou, se utilizaba para hacer referencia a salamandras o bichos
que aparecían de imprevisto, a la vez que designaba a personas que todavía no
eran familiares. En América del Sur, mana
era una especie de sustancia fluida manipulada por el chamán, “que se
depositaba sobre los objetos en forma visible, provocando desplazamientos y
levitaciones cuya acción solía ser generalmente nociva.”[i]
Lévi-Strauss logra despejar la misteriosa ambigüedad
del mana explicando su pertenencia al
tipo de los significantes flotantes. El significante flotante, en
tanto que significante vacío, puede ser llenado con los más diversos sentidos.
Así, funciona como un símbolo algebraico, representando un valor indeterminado
de significación: el significante flotante es al lenguaje lo que el cero a la
aritmética. ¿Cuál es su función? Garantizar el equilibrio entre los términos
disponibles y las cosas en el mundo, mantener la complementariedad de las
relaciones entre significantes y significados. Gracias a los significantes vacíos podemos asimilar al
orden simbólico fenómenos que parecen desbordar el lenguaje. Son nuestra
posibilidad de expresar aquello que parece resistirse a la notación, con
palabras que flotan a la deriva, como tablones de madera, a la espera del
manotazo desesperado de algún hablante medio ahogado.
Sin embargo, aún con los significantes flotantes el
problema subsiste y es, precisamente, la indeterminación. Retomando el caso
particular que nos ocupa –no olvidemos que todo esto vino a cuento de una
mudanza–, diremos que la dificultad más grande, inherente a toda naturaleza
polisemántica, consiste en su difícil o imposible clasificación. La solución de
Lévi-Strauss logra salvar al orden lingüístico de las vicisitudes del mundo,
pero la categoría “significante flotante”, lógicamente tan bella, se revela
como concretamente impracticable.
Clasificar es
una actividad a la que nosotrxs, humanos y humanas, nos hemos entregado con más
y menos placer desde tiempos antiguos. Se sabe que ya en el siglo V a.C., los
primeros médicos griegos, los hipocráticos,
clasificaban a los seres humanos según cuatro tipos generales: biliosos,
coléricos, sanguíneos y flemáticos. La pertenencia a uno u otro tipo humano constituía la clave para
alcanzar la cura y era, por lo tanto, el objetivo del diagnóstico.[ii]
El propio Kant todavía creía en la validez de las
categorías hipocráticas, y fue mucho más lejos en la manía taxonómica,
aplicando los conceptos griegos ya no a individuos, sino a naciones: así, los franceses eran sanguíneos por su inconstancia,
hecho evidente atendiendo a su gusto por la moda (siempre cambiante); y los
alemanes, por supuesto, flemáticos: el tipo más dispuesto a la filosofía.
Ya que estamos de repaso, diremos que más tarde hubo
clasificaciones menos simpáticas; la siniestra “craneología” del francés Paul
Broca (1824-1880) sirvió para justificar con falso rigor científico los
prejuicios de siempre: androcentrismo (palabra más precisa para el “machismo”),
racismo, etnocentrismo. Se trataba de probar que el tamaño del encéfalo o del
cráneo, dependiendo del caso, determinaba las capacidades cognoscitivas. Esta
vez ganaban, con los cráneos más grandes y pesados, los franceses (sólo los
varones).
Misceláneas: en 1855 muere el matemático alemán Karl
Gauss, siendo su última voluntad –como era costumbre entre las personalidades
de la época– donar su cerebro a los profesionales craneólogos. Éstos, ávidos
por confirmar sus especulaciones, se arrojaron desesperados a lo que, creían,
iba a ser un espectacular pedazo de cerebro. Los resultados fueron
decepcionantes: los sesos del genial Gauss resultaron ser un cachito de
encéfalo promedial, de apenas 1.492 kgs.[iii] Pero quién
dijo que todo está perdido. Como suele suceder en estos casos, las hipótesis ad hoc vinieron al rescate de la
“teoría”. Los craneómetras dijeron que el
peso podía ser significativamente pequeño, la longitud increíblemente escasa,
el diámetro totalmente patético, ¡pero qué cantidad de recovecos y vericuetos!
El encefalito de Gauss era un laberinto de circunvoluciones, clara imagen de su
numérica grandeza.
Recientemente me he enterado que una científica del
Instituto Max Planck descubrió que el cerebro en cuestión no era del gran
Gauss, sino de otro alemán de la
época, un tal Fuchs, ilustrísimo desconocido. A fines del año 2013, se afirmó
que ambos cerebros habían sido misteriosamente intercambiados. Los resultados son
ahora más tristes para el universo craneológico: sin siquiera grandes
circunvoluciones, el verdadero encéfalo de Gauss ostenta características
absolutamente normales.
De repente, un instante de cerebral lucidez me hace
mirar la habitación: el quilombo persiste, o ha empeorado. Caída del cielo
platónico, como los aurigas del Fedro, pienso
en que tengo que parar de escribir y seguir con las cajas. No puedo escribirles
con fibrón negro “objetos flotantes”; repasar tipos de clasificación también
ha sido inútil. El problema de cómo organizar los cosos y las cosas sigue
irresuelto, todo está ahí desparramado en el piso y me doy cuenta de que en
estos casos haber estudiado filosofía no sirvió para nada.
Por Luisina Bolla
[i] Lévi-Strauss, “Introducción a la obra de Marcel
Mauss” en Mauss, Sociología y Antropología, Madrid, Tecnos, 1979. p.35
[ii] Para quien quiera amenizar la tarde de domingo
y ya se cansó de tirar las monedas del I-Ching por internet, las
clasificaciones hipocráticas están disponibles para su consulta y están menos
trilladas que el signo astrológico o chino. Algunos datos: si no te gusta
trabajar y preferís en cambio cualquier actividad procrastinante, es posible
que pertenezcas al tipo flemático; si sos “más bien salvaje que cultivado”,
aficionado a las artes y belicoso, probablemente seas bilioso. Los otros dos
tipos son menos claros, pero igualmente interesantes...
[iii] Cfr. El excelente libro de Gould, La falsa medida del hombre, Buenos
Aires, Hyspamérica, 1988. p.83
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