De
manera sorpresiva, el mes de Octubre trajo debajo del brazo la sanción de una
reforma legislativa que para muchos había quedado en el tintero, lejos de ser
objeto de debate permanente en las calles, universidades y medios, el proyecto
de reforma y unificación del Código Civil y Comercial de la Nación condensa
aspectos positivos y regresivos, pero también, una demostración cabal de la
falta de consenso político en su sanción.
Idas y vueltas de su sanción
Allá
por el año 2011, a
través del Decreto Presidencial 191/2011, se constituyó la llamada “Comisión
para la Elaboración
del Proyecto de Ley de Reforma, Actualización y Unificación de los Códigos
Civil y Comercial de la Nación ”,
integrada por Ricardo Lorenzetti, Presidente de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación ;
Elena Highton de Nolasco, ministra del mismo cuerpo y la profesora Aída
Kemelmajer de Carlucci.
Esta
Comisión redactó el Proyecto que, en agosto de 2012, llegó al Congreso luego de
estar sujeto a cambios discrecionales de autoría del Poder Ejecutivo. Lo cierto
es que, recién en noviembre de 2013 comenzó a dársele tratamiento legislativo,
culminando con una aprobación en Cámara de Diputados -tan solo 10 meses después-
cargada de irregularidades y acusaciones por parte de la oposición, en torno a
su legitimidad y constitucionalidad.
Lo
antedicho motivó a los representantes de las distintas fuerzas opositoras
(UNEN, PRO, FIT, Frente Renovador) a juntarse y realizar una presentación
judicial por delitos de abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de
funcionario público, contra las autoridades de Diputados, alegando que era una “…violación
de todas las reglas constitucionales y reglamentarias para el tratamiento de
algo tan importante como el Código Civil, que cambia todas las relaciones”.
Ahora
bien, más allá de la disputa política, lo cierto es que finalmente el Proyecto
de reforma y unificación fue aprobado por mayoría simple, y sólo con votos del
bloque kirchnerista (fueron 134), ya que cuenta con el quorum necesario para
aprobarlo, sin que el mismo pase por las comisiones de la cámara baja. ¿Es
posible realizar una reforma de tal envergadura, que rige cuestiones de vital
importancia para la vida en sociedad -como lo son las relaciones entre los
particulares- sólo por la voluntad oficialista?
Todas
las leyes, dentro de un sistema democrático, deben contar con su respectivo
debate legislativo, tal como lo marca la Constitución Nacional.
Pero esto no debería reducirse sólo al ámbito legislativo, sino que debería ser
objeto de un debate abierto, con participación popular, que limite la
discrecionalidad del poder político, en un aspecto que regula disposiciones
sobre las relaciones cotidianas entre personas, como los contratos entre
particulares, la familia o el derecho de propiedad en relación con el de
vivienda digna.
En
su discurso en el día de la promulgación del Nuevo Código, la Presidenta sostuvo que "no
hubo en la historia argentina una norma más debatida hacia la sociedad como
este nuevo Código Civil. La
Comisión que elaboró el proyecto llevó a cabo 29 reuniones y
18 audiencias públicas en todo el país". Sí, es cierto que en la
historia argentina nunca se debatió tanto una ley, pero ésta tampoco se ha
caracterizado por su férreo respeto a las normas constitucionales ¿Fue
realmente la sociedad quien debatió en estas audiencias, o sólo un grupo
cerrado de especialistas? Más allá de eso, ¿no resulta escaso, siendo un cuerpo
que se aplicará a lo largo y ancho del país?
¿De
qué se trata realmente la reforma?
Ante
todo, es innegable la necesidad de actualización del antiguo Código Civil y
también del Comercial, y de su justa adecuación a la realidad y a las
necesidades que requiere la sociedad actual, tan distinta a aquella de 1869 que
Vélez Sarsfield tuvo en cuenta para darle forma al cuerpo legal, hace ya más de
un siglo atrás. O a la que fue testigo de reformas considerables, como la de
1968 durante el gobierno de facto de Onganía, mediante la ley 17711.
Ciertamente,
el nuevo digesto incluyó en el ordenamiento jurídico modificaciones importantes
cualitativamente, más que nada en materia de familia, que resultan positivas e
implican un avance en el reconocimiento de derechos y realidades que ya no
podían ser ignoradas. De esta manera se incorporaron nuevas formas de familia,
reconociendo derechos a las uniones convivenciales, sin necesidad de celebrar
matrimonio definiéndolas como “la unión basada en
relaciones afectivas de carácter singular, pública, notoria, estable y
permanente de dos personas que conviven y comparten un proyecto de vida común,
sean del mismo o de diferente sexo” (art509).
También
se le otorgan derechos y deberes a los cónyuges o convivientes que mantienen
una relación con una persona que tenga a su cargo a un hijo o hija: “el cónyuge o conviviente de un progenitor debe cooperar en
la crianza y educación de los hijos del otro, realizar los actos cotidianos
relativos a su formación en el ámbito doméstico y adoptar decisiones ante
situaciones de urgencia” (art 673). A esto se le suma un cambio en el régimen
patrimonial matrimonial, donde se podrán hacer convenciones previas y la
posibilidad de brindarle el apellido materno a un hijo. Aspectos estos que
vienen a romper con la estructura de familia eclesiástica que imperó hasta el
momento.
Por
otro lado, se simplificó el trámite de divorcio eliminando las distintas
causales que lo motivaban, pudiendo realizarse ahora a voluntad de las partes o
incluso a voluntad de un solo cónyuge. Otro punto interesante es que se
facilita el acceso a la adopción, atenuando los requerimientos y reconociendo
la calidad de sujeto de derecho del niño y de la niña, adecuándolo de esta
manera a numerosos tratados internacionales.
Sin
embargo, detrás de estos cambios en materia de familia, se encuentran numerosas
modificaciones de carácter regresivo y otras disposiciones que fueron
ignoradas, que implican un paso atrás en el respeto y ejercicio de derechos
elementales para todo ciudadano.
En primer lugar, la no inclusión del principio de función social
de la propiedad es un desperdicio de una oportunidad histórica para mejorar el
desarrollo de nuevos instrumentos -como una prescripción corta, loteos
populares o propiedad colectivas para el trabajo campesino- que tiendan a
garantizar el acceso a una vivienda digna para todos los habitantes, lo que
lleva a relegar a villas y asentamientos, ante el avance por su urbanización.
Esto también tiene su relación con los derechos de los pueblos
originarios, a quienes se les reconoce en el artículo 18 el “derecho a la propiedad y posesión de las
tierras que tradicionalmente ocupan”, dejando en manos de una ley futura la
implementación. Pero como se sabe -y como ha sido históricamente- estas
regulaciones son ignoradas y desplazadas por los legisladores y los derechos
reconocidos por el Código Civil o la Constitución Nacional
terminan siendo sólo una letra muerta.
Por otro lado, la eliminación del denominado derecho al agua del
proyecto juega en favor de los intereses privados y los capitales extranjeros,
ya que favorece a la utilización de la misma como objeto de mercado y a su
monopolio destinado a las explotaciones mineras, coherentes con el modelo
extractivista que impulsa el gobierno como un pilar de su estructura económica.
A su vez las reformas en materia laboral, juegan un papel
favorable para los sectores empresariales, en desmedro de la clase trabajadora.
Por ejemplo, la inclusión de las sociedades anónimas unipersonales, les quita a
los trabajadores la posibilidad de demandar a la persona física para que
responda con sus bienes, reduciéndose ahora al patrimonio afectado a la persona
jurídica. También se autoriza la terciarización laboral, un punto que impactará
directamente en la precarización laboral y el trabajo en negro, y no justamente
para combatirlo.
Asimismo, no puede ocultarse la influencia que tuvo la Iglesia Católica
en la redacción de este código. En principio, el mantenimiento de dicha
institución como una persona jurídica de derecho público en el artículo 146 -a
diferencia de otros cultos que tienen carácter privado- es un punto que contribuye
directamente al sostenimiento de la misma por parte del Estado[1], y que
la configura como un actor social muy influyente en las políticas de Estado.
Pero sin dudas, una de las cuestiones reglamentadas que más
perjudica la lucha por los derechos humanos es la que se refiere al comienzo de
la vida, lo cual significa indefectiblemente un paso atrás en la lucha por el
aborto legal, seguro y gratuito, a través de una ley que lo despenalice[2].
En el artículo 19, se establece que “la existencia de la persona humana comienza con la concepción”, es
decir, desde la gestación en el seno materno, lo que demuestra la falta total
de adecuación del texto a la realidad social, en favor de los intereses de la Iglesia.
Es así que detrás de los anuncios de novedosas reformas en
materia de familia aparecen las normas que lo definen realmente, dejando en
claro que el sujeto al que apunta, al cual “le facilitará muchas cuestiones de
la vida cotidiana”, es aquél de clase media alta y empresarial, habiendo muy
pocas disposiciones que tiendan a garantizarle derechos y una mejor calidad de vida a los sectores
más desprotegidos, en pos de acortar la brecha de injusticias y desigualdad
social.
Por Martin Drago
[1] Para profundizar sobre las
relaciones entre el Estado y la
Iglesia visita: http://www.otroviento.com.ar/2013/09/el-estado-y-la-religion.html “Conciencia Invertida, de un mundo invertido”.
[2] Se estima que en Argentina cerca de 500.000
mujeres al año abortan de manera clandestina y según cifras oficiales mueren
alrededor de 100 mujeres al año por esta causa.
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