martes, 9 de agosto de 2016

“El papel viene y va, ¡pero la fábrica queda!” (y sus trabajadores también)

La comunidad, el modo comunitario de producción y de vida, es la más remota tradición de las Américas, la más americana de todas: pertenece a los primeros tiempos y a las primeras gentes, pero también pertenece a los tiempos que vienen y presiente un nuevo Nuevo Mundo. Porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas tierras nuestras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo: como la viruela, como la gripe, vino de afuera.

Las tradiciones futuras (El libro de los abrazos) - Eduardo Galeano

La crisis de 2001 trajo lucha y organización. Esto se vio claramente en diferentes fábricas del país donde las personas comenzaron a organizarse para no quedar en la calle ante la ausencia del Estado y el abandono del patrón. La  ex “Papelera San Jorge”, de la ciudad de La Plata es ejemplo vivo de que una fábrica sin patrones es posible. 



El pasado siglo vino a dar cuenta de la versatilidad del capitalismo para sobrellevar las crisis que en su seno se desarrollan. Las fuerzas que con cada crisis se liberan son encauzadas en una dirección en particular, reaccionando contra los sectores más desprotegidos y contra quienes con su trabajo sostienen los cimientos del sistema. Pero, al igual que el capitalismo, quienes se ven perjudicados por aquél también logran generar alternativas para sobrellevar las situaciones límite a las cuales se enfrentan.

Este es el caso de las “fábricas recuperadas” en Argentina. Pero, ¿qué las diferencia de una fábrica convencional? En primer lugar es de destacar que la recuperación de fábricas es producto de una coyuntura particular, es decir, a partir de la generación de un conflicto socioeconómico como el vaciamiento, la descapitalización, los despidos y las suspensiones o el abandono de ciertas empresas por parte de sus dueñas y dueños. Las trabajadoras y los trabajadores se organizan para ocupar y controlar las fábricas, con el fin de mantener sus puestos de trabajo. Una alternativa colectiva a un problema colectivo.

Dicha modalidad se originó en los comienzos del siglo XXI, a raíz de las prácticas estatales y empresariales que se dieron en el país durante el último cuarto del siglo pasado. Los últimos veinticinco años del siglo XX en Argentina estuvieron marcados por la imposición del modelo neoliberal de la dictadura genocida, y por su profundización a partir del gobierno menemista.

Políticas implantadas en este período tales como una apertura comercial indiscriminada, privatizaciones, la preponderancia de las finanzas por sobre la economía real y el régimen de convertibilidad, hicieron que la industria nacional (en ese momento incapaz de competir con productos importados en términos de calidad o precio sin apoyo estatal) se viniera a pique.

Sumado a aquellas, la flexibilización y precarización de la fuerza de trabajo brindó beneficios al empresariado que se traduciría inmediatamente en pérdida de derechos para las y los trabajadores: un cóctel de miseria para quienes viven de su trabajo, que vieron reducidos sus salarios y su protección social.

Asimismo, quienes se encontraban en la desocupación, debieron reducir sus expectativas sobre los puestos de trabajo disponibles, lo que llevaría a aceptar cualquier laburo por precarias que fueran sus condiciones. De esta manera se generó un proceso de disminución de la calidad de vida del pueblo, concluyendo en el 2001 con un 21,5% de desocupación y un 54% de pobreza.

Ante esta situación, la respuesta colectiva nacería espontáneamente de las entrañas del colectivo de trabajo. Contando con la experiencia práctica del “saber hacer”, pero sin tener, en la mayoría de los casos, los conocimientos teóricos que supuestamente son necesarios para llevar adelante una organización en todas sus complejidades, se deja entrever que frente a la necesidad imperante de mantener los puestos de trabajo emergen del colectivo nuevas formas de organización del trabajo por fuera de las tradicionales.

Érase una vez una papelera...

Un caso ejemplar de este tipo de situaciones, lo vivieron los trabajadores de la  ex “Papelera San Jorge” fundada en la ciudad de La Plata durante los años ‘50. Dicha fábrica llegaría a ocupar a más de cien trabajadores en su mejor momento. Sin embargo, entrada la década del ‘90, la contracción que sufrió la economía en su conjunto llevaría a que menos de ochenta trabajadores cumplieran las labores normales de la fábrica, hasta que finalmente en el año 1999 la misma llamase a convocatoria de acreedores, declarándose posteriormente su quiebra en el 2001.

Las deudas contraídas, y los productos no vendidos por la situación económica llevarían al cierre de la fábrica por parte de su dueño, que como tal se había convertido en poseedor y de esta manera en decisor sobre el rumbo que tomaría la vida de muchos trabajadores, los cuales a su vez, tenían familias o personas a su cargo.
Estas personas que participaban del día a día en la fábrica, consideradas por sus patrones como meros empleados dentro del proceso productivo, aceptaron esta realidad con naturalidad, ya que muy probablemente sus madres y padres también fueron empleados por otras personas, en otras fábricas, por lo cual, no parece nada extraño que les toque la misma suerte.

Pero, llegado el caso, los trabajadores de la Papelera decidieron que ellos podían ser dueños de su destino...

Renacer de las cenizas

La rutina en la fábrica solía seguir un mismo ritmo: cumplir turnos, esperar órdenes, trabajar, trabajar y trabajar. El problema surgió cuando, un día cualquiera luego de haber pedaleado en la bici hasta la puerta de la fábrica, trabajaste, trabajaste y trabajaste, pero a fin de mes no apareció la pasta.

La situación económica venía de mal en peor: “¿Salir a la calle? ¡Tenías que pedir turno para cortar el Centenario[1]! Con la política neoliberal, pasamos de tener una moneda que no la conocía nadie, a ser un peso igual que un dólar. Entonces ninguna fábrica producía nada. ¿Para qué voy a fabricar? Sale más barato traerlo de afuera que mantener a los trabajadores. Compra afuera y vende (el empresario). Entonces ahí nos quedamos sin trabajo”, comenta uno de los trabajadores de la Papelera.

Los primeros signos de problemas se vieron a principios del nuevo siglo: “Primero paraba la fabricación, porque no tenía materia prima. Después el dueño pagaba la materia prima, pero no la luz, entonces cortaban la luz. Pagaba la luz, y no le pagaba a la gente. Entonces había paro… era todo una cadena”, cuenta Pedro. De esta manera, los trabajadores tuvieron que soportar entre cuatro y cinco meses sin cobrar, hasta que llegó la convocatoria de acreedores y finalmente la quiebra, punto de inflexión para la historia de la papelera. A partir de allí, los trabajadores  organizados en cooperativa, decidieron poner la fábrica a producir bajo su responsabilidad.

¿Pero por qué tomaron esa decisión? Porque perder el laburo genera consecuencias, que van más allá de la pérdida de una fuente de ingreso fundamental para las y los trabajadores. “Hay gente grande que sigue acá, que no la podés sacar, no sabe hacer otra cosa, si la mandás a la casa la enfermás”, comenta uno de los trabajadores. El lazo que se forma entre la máquina y la persona, entre la tarea y quien la realiza, es tal que romper con esa relación puede perjudicar fuertemente su salud. Trabajadoras y trabajadores adquieren su identidad en tanto desarrollen su labor: quitarles su trabajo equivale a quitarles su identidad.

Por esta razón un grupo de veintisiete trabajadores decidieron depositar su futuro en una fábrica quebrada. Pero una fábrica que era su vida. “Empezamos de a poco, los primeros pesos que entraban se distribuían y a veces no alcanzaba la semana ni para pagar el micro. Vendíamos chatarra, y luego con esa guita comprábamos comida”, recuerda Pedro.

Esto demuestra que la transición no fue sencilla, pero tampoco lo fue el cambio de conciencia. Sin embargo tal como nos cuenta el síndico de la papelera, en este proceso no estuvieron solos. La panadería del barrio, vecinas, vecinos y algunas cooperativas se acercaron a darles una mano con lo que podían, desde el aporte de materia prima hasta un pedazo de pan para comer.

Luego de varios meses de resistencia una vez declarada la quiebra lograron que la legislatura de la Provincia de Buenos Aires aprobara la ley de expropiación. Pedro nos relata que en ese momento sintieron que por lo menos les dieron esa ley para quedarse en la fábrica, “pero estábamos en la misma que el patrón, no había industria, no había nada, la idea era quedarnos, pero ¿producir para qué?”. Durante el primer tiempo, sobrevivieron con sólo una de las dos máquinas con las que cuentan actualmente, la que produce papel higiénico.

Ya entrado el año 2003, luego de haber tocado fondo, la situación económica del país lentamente empezó a mejorar. Con el default a cuestas, pero con un mercado interno que se recuperaba, las industrias nacionales volvieron a encontrar espacios para vender su producción.

El primer gran cambio, que hoy perdura, fue pasar de turnos de ocho a doce horas, dado que la fábrica tiene la necesidad de mantener su producción las veinticuatro horas del día. Muchos compañeros se habían ido a buscar otras oportunidades durante el proceso. Cada uno de ellos tenía una familia que necesitaba comer. El siguiente obstáculo, que no se hizo esperar, llegó con los proveedores. Una frase que solían escuchar luego de golpear puerta por puerta era: “¿Que les voy a dar a ustedes? No me pudo pagar un empresario y, ¿me van a pagar ustedes?”. El panorama no era el mejor.

Pero lentamente, con el esfuerzo sostenido de quienes decidieron quedarse a bancar la autogestión, es decir los socios fundadores de la cooperativa, se logró que entrara una primera camada de socios nuevos, a los meses de retomar las tareas. Junto con la ayuda de estos, se alcanzó el objetivo tan preciado: arrancar la segunda máquina, con la que se produce cartón.

Esto no es menor, ya que empezarían a compensar parte de sus costos fijos, al aumentar la producción. Uno de ellos nos cuenta que “entramos a hacerle mantenimiento, limpiarla de arriba abajo. También hacíamos ocho horas, si estaba complicado nos pedían doce y nos quedábamos, pero no había recompensa monetaria, porque no había plata, ellos también laburaban ocho horas y cobraban cuarenta pesos”.

Los trabajadores nos cuentan que todo fue una apuesta a futuro, y que nadie podía asegurar que lograrían su objetivo. Sin embargo, desde el principio apostaron a esta alternativa colectiva porque era la única salida viable que encontraron para no engrosar las filas de la desocupación. Y tuvo sus frutos. Con esfuerzo y dedicación, de a poco fueron creando nuevos clientes. El circuito comercial comenzaba a crecer y se ampliaba la producción, por lo que necesitaban más personas que estuvieran en el día a día. De esa forma, nuevos socios se sumaban a esta experiencia que ya está cerca de cumplir quince años.

Dueños de su trabajo

Cuando se les consulta su opinión sobre la autogestión la respuesta es inequívoca: desafío y responsabilidad van de la mano. “En relación de dependencia sos un número, al empresario no le importa si aportás o no, pero acá en la cooperativa podés aportar, abrirte, podés opinar” nos comenta Pedro.

En la fábrica ya no quedan técnicos, ni supervisores, ni patrones, sólo los trabajadores. Todos conocen los problemas y entre todos los resuelven. “Acá cobramos todos igual, laburamos todos igual. El que es presidente y el que barre el patio cobran igual, tienen que laburar lo mismo, y así estamos desde que empezamos” continúa.

El mensaje para este trabajador es claro y conciso: “Todo depende de vos, no del patrón. La fácil es estar bajo patrón o bajo conducción del Estado. Estando en un sistema como en el que estamos nosotros la lucha es todos los días, y sabés que si no trabajás, no cobrás”. Y esto lleva a que, a pesar de la connotación positiva de la palabra “autogestión”, ciertas complicaciones emergen en la papelera, como así en muchas otras organizaciones, más allá de la forma en que esté organizado el trabajo.

En general, el reloj y el compromiso suelen ser el denominador común de cualquier problema. Las horas pasan, las máquinas no paran, y los turnos cambian. “Si no respetás el reloj, no respetás a un compañero al que lo está esperando la familia. El hombre no puede irse de la máquina porque no aparece el relevo”, afirma Pedro.

Esto deja en claro que una de las problemáticas existentes viene dada por el diferente compromiso que está dispuesto a asumir cada uno. En este sentido, otro de los trabajadores, Diego, afirma que “mucha gente que viene de antes, de cuando había patrón, está acostumbrada a que le den órdenes y a que le digan lo que tiene que hacer”. Pero el patrón ya no está y tampoco lo volvieron a ver (aún cuando el auto que le pertenecía quedó dentro del predio de la fábrica ya que los trabajadores le impidieron sacarlo).

Sumado a esto, por ser una cooperativa atraviesa una situación particular que tiene ver con la falta de incentivos de los trabajadores para ocupar puestos de mayor responsabilidad. No es que trabajás sólo en la máquina doce horas y te vas, estás todo el tiempo trabajando. Es difícil que la gente se meta eso en la cabeza. Yo pienso que acá cada uno es dueño de su trabajo, no de la fábrica”, continúa Diego  y agrega además que cuesta que la gente se comprometa en serio, pero que cada día van mejorando un poquito.

Incluso, para fomentar el compromiso Pedro explica que tienen “el mensaje de que todos tienen que pasar por el consejo de administración. No es que estamos atornillados”. Porque estando ahí es donde cada uno puede empaparse de lo que son las problemáticas de la fábrica y construir conjuntamente el camino que están llevando a cabo. Asimismo surge también que el cambio generacional que vive la papelera está en constante tensión con el compromiso que se necesita.

Muchos nuevos integrantes de la cooperativa son pibes jóvenes que no tienen el sentido de pertenencia para con la fábrica que sí tienen los socios que bancaron el proceso de recuperación y control obrero. Pero, para los socios más antiguos, la herramienta fundamental para generar el compromiso es la participación en las asambleas. Pedro relata incluso que “a todos les decimos que tienen que pasar por acá para saber lo que es discutir con un compañero”.

Más allá de estas problemáticas que van surgiendo, los socios siempre saben que, ante cualquier problema, hay un compañero dispuesto a ayudarte. También nos cuentan que la autogestión los fortalece como personas: “Acá no hay técnico, supervisor, sólo nosotros”. Diego nos cuenta que para él, según su propia experiencia, todo es aprendizaje y formación. Y que del trabajo colectivo, siguen dependiendo cincuenta y cinco familias, a lo que agrega: “Esas son las cosas que te hacen pensar todo el día. Por eso tenés que hacer caminar esto… y cada uno tiene su tarea en pos de ello”.

¿Cooperativismo igual socialismo?

Ocupar, recuperar y poner a producir una fábrica no implica adentrarse en un proceso revolucionario teóricamente formado con el objetivo de alcanzar el socialismo. Incluso muchos de los trabajadores no tienen ni las ganas, ni el interés en dar el debate político para ello. La papelera no es la revolución, pero más allá de esto, todos los días yendo a laburar, los trabajadores de la cooperativa son protagonistas, con mayor o menor compromiso, de la construcción del trabajo sin patrón.

Consciente o inconscientemente están aportando a una forma de producir alternativa, donde no existe la explotación de la fuerza de trabajo por una persona que tiene la propiedad de los medios de producción. En la papelera existe la socialización de los conocimientos de laburo y de gestión, dejando de lado la propiedad privada de estos.

Esta experiencia de cooperativismo está inserta en el mercado, pero no sólo para sostenerse a sí misma, sino que además están creando y apostando a nuevas lógicas de trabajo, alternativas, y, sobre todo, posibles. No están sentados hablando de algo utópico, sino que con su esfuerzo de todos los días lo van construyendo. Y Diego lo deja muy claro: “Lo que trabajamos es para todos, no para uno. Es importante generar esa conducta desde adentro. Depende de nosotros que sigamos trabajando y haciendo bien el laburo”.

Y como de ellos depende, es importante subrayar que se genera un proceso de activación de la voluntad individual para satisfacer una necesidad colectiva. No van a laburar porque los obliga el patrón, sino que lo hacen por el colectivo.

Si algo se debe remarcar es que esta experiencia no quedó acabada en la fábrica, sino que se amplió a otros espacios que estaban en situaciones similares. Los trabajadores nos cuentan que “fuimos un trampolín para otras empresas recuperadas. Somos la segunda cooperativa expropiada en forma legal en el país. Nos tocó ir a transmitir nuestra experiencia a otras fábricas. Nosotros recibimos mucha ayuda, entonces una vez que estuvimos bien, hicimos lo mismo con otros compañeros”.
Además, como las ayudas recibidas de la comunidad jugaron un rol fundamental durante el proceso, Pedro nos cuenta que la cooperativa tiene un compromiso con la sociedad, “por eso hicimos un complejo para que el barrio lo pueda utilizar. Ahora hay una escuela para chicas y chicos con discapacidad, y le damos material didáctico. Cumplimos un postulado básico de las cooperativas que es compromiso con la sociedad”.
Así, en la papelera, se va prefigurando una alternativa colectiva surgida con el fin de obtener mejores condiciones de vida para las personas, demostrando que existen alternativas, que el patrón no es imprescindible y que los trabajadores lograron plasmar sus necesidades sin que la teoría jugara un papel preponderante para romper con la lógica de la ganancia y del individualismo.

Romper con esto último es vital para este tipo de procesos ya que las “alianzas” con otras fábricas, con organizaciones sociales, con vecinas y vecinos, hacen posible el proceso de ocupación, y ponen de manifiesto que, a diferencia de la lógica individualista y competitiva del capitalismo, solidaria y cooperativamente se pueden trazar alternativas a la lógica dominante.


[1] Principal avenida que conecta La Plata con la localidad de City Bell.

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