¿Cómo podría
un pensamiento tan viejo como el de Parménides servirnos? ¿Para qué leer pedazos de pensamientos recuperados a
duras penas de un pasado -por lo menos a primera vista- completamente
desconectado de nuestra realidad “nacional”, incluso regional? ¿No tiene la filosofía esa cosa de
ornamento culturoso de la clase pudiente? Seguro que sí. Pero su uso ideológico
no la agota por completo, hay en ella algo del orden de lo eterno que resurge
de cuando en cuando en la vida de la especie.
¿Es un
sistema de pensamiento un momento previo al cambio de un estado de cosas -como
cuando nos señalan en la escuela al tridente Rousseau, Locke, Montesquieu como
responsables en alguna medida de la Revolución Francesa- o más bien es la forma
en que cierta clase o porción de la sociedad, los llamados intelectuales, reciben, bautizan y rubrican un acontecimiento que
ha tenido lugar por un entramado causal mucho más oscuro, más irracional que la
suma de algunas buenas o malas voluntades? O lo que es lo mismo ¿sirve la
filosofía antes de que los hechos
sucedan?
La filosofía
amigo, no es una ciencia y tampoco debe serlo, pues en su mejor versión, existe
para que usted no se vuelva un pedante, para que usted no se vuelva científico
e ingenuamente llegue a decir que “sabe”. “El átomo es la menor porción de
materia”, se define –al menos hasta que terminé la escuela esto era llamado
“conocimiento”, “ciencia”- como “lo sin partes”. No obstante ya en la secundaria
nos enseñan sus porciones: protones, electrones, núcleo. Soy un montón de
“átomos”, de “sin-partes” sumadas. Supongo que con cierta cantidad de ellos
apilados obtendré algo, un cuerpo, con algunos más, un mundo. Bueno, tengo un
cuerpo y un mundo, ahora ¿a dónde los meto?. –En el espacio, me dicen. Pero ¿qué es el espacio? ¿Está hecho también de
átomos? Debiera alguien ayudarme a establecer de dónde salieron estos átomos,
¿o siempre estuvieron allí y por una serie de colisiones fortuitas comenzaron a
juntarse y a volverse cosas, planetas, soles, estrellas?
No parece cosa fácil hacer un mundo. Para
sacarse este problema de encima algunos tienen una respuesta fácil y rápida: se
llama “Dios” y se define como “aquel Ser que puede hacer todo lo que yo no puedo”.
Sí, como papá cuando somos chiquitos. Como el Papa que todos veneramos por
su inconmensurable sabiduría, por ser ejemplo de hombre. Los “padres” están más
cerca de Dios, algo saben que yo no sé y por eso tienen el poder y el derecho
de “redimirme”, de humillarme amablemente en su regazo, en ese rito masoquista
del que todo buen cristiano puercamente goza: la confesión. Un hombre (o una
mujer -evitemos la salida fácil de decir también un niño, en momentos en que se
ha detenido al “padre” Grassi precisamente por haber abusado de este poder-) se
arrodilla ante otro al que supone superior por algún motivo, por suponerlo
conectado a un saber-poder que lo trasciende y lo habilita a castigarlo a usted.
Quedémonos
por esta vez sólo con un aspecto de la secta cristiana: el del saber. El Padre
“sabe”, por eso redime. El padre conoce las respuestas a algunas preguntas
fundamentales, humanas; él sabe “de dónde venimos y hacia dónde vamos”. Pero
con ello nos muestra que su saber no es filosofía. Filosofía no es ciencia, ni religión. Estos dos ámbitos humanos cierran la pregunta, la obturan, y con ello nos dejan
tranquilos, en paz. “Q.E.P.D”. ¡Nos matan! La filosofía por el contrario, es
desesperación, es des-esperar, es no poder esperar en calma absolutamente nada.
Y sin embargo tal cosa no significa que la filosofía no pueda convertirse
también en un refugio, un escondite como el confesionario del cristiano o el
“saber” del científico.
La prioridad
de Lo Uno sobre lo Múltiple significó la tranquilidad de la escuela eléata, la
que tuvo como mayor representante a Parménides. Para los pitagóricos, el
estudio y la contemplación del número y la medida desembocaban en la
apreciación de la armonía universal, de la música que provocaban necesariamente
las esferas celestes según la escala tonal. Parménides se guareció de lo
Múltiple simplemente porque no podía aceptar que las cosas pudieran “ser y no
ser” al mismo tiempo; que fueran “calientes y frías”, “varias y una”, “extensas
e inextensas” según quién las concibiera[1].
Tomo en mis
manos el arco tensado dispuesto a alcanzar el blanco. La flecha sale expulsada
con increíble poder, su destino no me interesa, allí Parménides me detiene y me
escupe:
-¿Aceptas que
entre la flecha y el blanco existe un espacio que debe ser atravesado por esta
para alcanzarlo? -Sí, claro -¿Y que podría ser este espacio dividido a la
mitad, como una línea recta en segmentos? -Sin duda. -Y esa mitad, a su vez, a
la mitad. -No hay problema en aceptar tal cosa. -¿No tendrá entonces esa flecha que atravesar la mitad de la mitad de
la mitad… de ese espacio para dar en el blanco? -Así parece -Entonces la flecha
ni siquiera ha abandonado el arco que tensabas, tus sentidos te engañan.
¡Maravilloso!
De estos argumentos se nutre el idealismo para desencajarnos de nuestro confort
esquemático de mesas, sillas, sillones y calefacción central, abriendo un
boquete en nuestra mente que debe afrontar ahora la existencia de un Ser-Uno
que no ocupa ningún espacio. Pero nuestra pregunta concreta es ¿Qué tomó Platón
de Parménides?
Seguramente
mucho más de lo que yo pueda advertir para volcarlo en una hoja de papel, no obstante señalemos aunque sea algo
fundamental. Platón se valió de una actitud,
de lo que podríamos llamar una inclinación psicológica de Parménides: su
voluntad unificadora de lo diverso. Se trata de una inclinación
estético-metafísica de considerar a “lo Uno” como más valioso que lo Múltiple.
¿Acaso el mundo no podría estar constituido no de uno, dos, o tres Principios,
sino más bien de un montón de ellos? Sin duda alguna. Muchos creen sin
dificultad que cada alma (los seculares los llamamos “personas”) tienen su
propia razón de ser. Tan individual como su existencia. Entonces no se trata
más que de una cuestión de gustos.
Para ilustrar
esta pasión unificadora observemos a Platón describiendo los esfuerzos
socráticos por alcanzar el conocimiento (episteme).
Porque fue Sócrates quien salió a la plaza a interpelar al ciudadano común:
“-¿Qué es lo justo? ¿Y qué lo bello?”. De ellos obtuvo las respuestas más diversas-múltiples-varias-muchas. Pero
no conforme con esa diversidad de opiniones (doxa) buscó incansablemente la que se impusiese sobre las demás:
buscó lo Uno sobre lo Diverso, y con ello introdujo la potencia del concepto en la reflexión filosófica y en
la vida de un pueblo. Del descubrimiento
de la Unidad parmenídea, único Ser eterno e inmutable, inextenso y verdadero
que es el trasfondo de todo lo que injustamente llamamos “real”, se sigue sin
mucho andar una división entre lo “verdadero” que es Uno y lo “falso” que es
muchos y diverso. No es este lugar para un análisis punto a punto de esta idea.
Pero sí para
señalar esto: en la mistificación de las palabras, en su magia, debe buscarse
el motivo de metafísicas abstrusas -a veces también hermosas- que impresionan y
nos meten miedo. Si a lo Uno lo llamamos “concepto”, tenemos una buena guía
para desentramar la utopía eidética.
[1] En esta línea podría intentarse una caracterización
del pensamiento de “lo Uno”, el pensamiento unario, como fundamento de una
inclinación ideológica a lo fijo e invariable, al dogmatismo. Bien podría
decirse que el pensamiento unario no tolera la diversidad, la diferencia, los
“puntos de vista”. Esconde las bases del fascismo.
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