martes, 20 de octubre de 2015

Parménides, autor del “Parménides” -Segunda Parte-




¿Cómo podría un pensamiento tan viejo como el de Parménides servirnos? ¿Para qué leer pedazos de pensamientos recuperados a duras penas de un pasado -por lo menos a primera vista- completamente desconectado de nuestra realidad “nacional”, incluso regional? ¿No tiene la filosofía esa cosa de ornamento culturoso de la clase pudiente? Seguro que sí. Pero su uso ideológico no la agota por completo, hay en ella algo del orden de lo eterno que resurge de cuando en cuando en la vida de la especie.
¿Es un sistema de pensamiento un momento previo al cambio de un estado de cosas -como cuando nos señalan en la escuela al tridente Rousseau, Locke, Montesquieu como responsables en alguna medida de la Revolución Francesa- o más bien es la forma en que cierta clase o porción de la sociedad, los llamados intelectuales, reciben, bautizan y rubrican un acontecimiento que ha tenido lugar por un entramado causal mucho más oscuro, más irracional que la suma de algunas buenas o malas voluntades? O lo que es lo mismo ¿sirve la filosofía antes de que los hechos sucedan?
La filosofía amigo, no es una ciencia y tampoco debe serlo, pues en su mejor versión, existe para que usted no se vuelva un pedante, para que usted no se vuelva científico e ingenuamente llegue a decir que “sabe”. “El átomo es la menor porción de materia”, se define –al menos hasta que terminé la escuela esto era llamado “conocimiento”, “ciencia”- como “lo sin partes”. No obstante ya en la secundaria nos enseñan sus porciones: protones, electrones, núcleo. Soy un montón de “átomos”, de “sin-partes” sumadas. Supongo que con cierta cantidad de ellos apilados obtendré algo, un cuerpo, con algunos más, un mundo. Bueno, tengo un cuerpo y un mundo, ahora ¿a dónde los meto?. –En el espacio, me dicen. Pero ¿qué es el espacio? ¿Está hecho también de átomos? Debiera alguien ayudarme a establecer de dónde salieron estos átomos, ¿o siempre estuvieron allí y por una serie de colisiones fortuitas comenzaron a juntarse y a volverse cosas, planetas, soles, estrellas?
No parece cosa fácil hacer un mundo. Para sacarse este problema de encima algunos tienen una respuesta fácil y rápida: se llama “Dios” y se define como “aquel Ser que puede hacer todo lo que yo no puedo”. Sí, como papá cuando somos chiquitos. Como el Papa que todos veneramos por su inconmensurable sabiduría, por ser ejemplo de hombre. Los “padres” están más cerca de Dios, algo saben que yo no sé y por eso tienen el poder y el derecho de “redimirme”, de humillarme amablemente en su regazo, en ese rito masoquista del que todo buen cristiano puercamente goza: la confesión. Un hombre (o una mujer -evitemos la salida fácil de decir también un niño, en momentos en que se ha detenido al “padre” Grassi precisamente por haber abusado de este poder-) se arrodilla ante otro al que supone superior por algún motivo, por suponerlo conectado a un saber-poder que lo trasciende y lo habilita a castigarlo a usted.
Quedémonos por esta vez sólo con un aspecto de la secta cristiana: el del saber. El Padre “sabe”, por eso redime. El padre conoce las respuestas a algunas preguntas fundamentales, humanas; él sabe “de dónde venimos y hacia dónde vamos”. Pero con ello nos muestra que su saber no es filosofía. Filosofía no es ciencia, ni religión. Estos dos ámbitos humanos cierran la pregunta, la obturan, y con ello nos dejan tranquilos, en paz. “Q.E.P.D”. ¡Nos matan! La filosofía por el contrario, es desesperación, es des-esperar, es no poder esperar en calma absolutamente nada. Y sin embargo tal cosa no significa que la filosofía no pueda convertirse también en un refugio, un escondite como el confesionario del cristiano o el “saber” del científico.
La prioridad de Lo Uno sobre lo Múltiple significó la tranquilidad de la escuela eléata, la que tuvo como mayor representante a Parménides. Para los pitagóricos, el estudio y la contemplación del número y la medida desembocaban en la apreciación de la armonía universal, de la música que provocaban necesariamente las esferas celestes según la escala tonal. Parménides se guareció de lo Múltiple simplemente porque no podía aceptar que las cosas pudieran “ser y no ser” al mismo tiempo; que fueran “calientes y frías”, “varias y una”, “extensas e inextensas” según quién las concibiera[1].
Tomo en mis manos el arco tensado dispuesto a alcanzar el blanco. La flecha sale expulsada con increíble poder, su destino no me interesa, allí Parménides me detiene y me escupe:
-¿Aceptas que entre la flecha y el blanco existe un espacio que debe ser atravesado por esta para alcanzarlo? -Sí, claro -¿Y que podría ser este espacio dividido a la mitad, como una línea recta en segmentos? -Sin duda. -Y esa mitad, a su vez, a la mitad. -No hay problema en aceptar tal cosa. -¿No tendrá entonces esa flecha que atravesar la mitad de la mitad de la mitad… de ese espacio para dar en el blanco? -Así parece -Entonces la flecha ni siquiera ha abandonado el arco que tensabas, tus sentidos te engañan.
¡Maravilloso! De estos argumentos se nutre el idealismo para desencajarnos de nuestro confort esquemático de mesas, sillas, sillones y calefacción central, abriendo un boquete en nuestra mente que debe afrontar ahora la existencia de un Ser-Uno que no ocupa ningún espacio. Pero nuestra pregunta concreta es ¿Qué tomó Platón de Parménides?
Seguramente mucho más de lo que yo pueda advertir para volcarlo en una hoja de papel, no obstante señalemos aunque sea algo fundamental. Platón se valió de una actitud, de lo que podríamos llamar una inclinación psicológica de Parménides: su voluntad unificadora de lo diverso. Se trata de una inclinación estético-metafísica de considerar a “lo Uno” como más valioso que lo Múltiple. ¿Acaso el mundo no podría estar constituido no de uno, dos, o tres Principios, sino más bien de un montón de ellos? Sin duda alguna. Muchos creen sin dificultad que cada alma (los seculares los llamamos “personas”) tienen su propia razón de ser. Tan individual como su existencia. Entonces no se trata más que de una cuestión de gustos.
Para ilustrar esta pasión unificadora observemos a Platón describiendo los esfuerzos socráticos por alcanzar el conocimiento (episteme). Porque fue Sócrates quien salió a la plaza a interpelar al ciudadano común: “-¿Qué es lo justo? ¿Y qué lo bello?”. De ellos obtuvo las respuestas más diversas-múltiples-varias-muchas. Pero no conforme con esa diversidad de opiniones (doxa) buscó incansablemente la que se impusiese sobre las demás: buscó lo Uno sobre lo Diverso, y con ello introdujo la potencia del concepto en la reflexión filosófica y en la vida de un pueblo. Del descubrimiento de la Unidad parmenídea, único Ser eterno e inmutable, inextenso y verdadero que es el trasfondo de todo lo que injustamente llamamos “real”, se sigue sin mucho andar una división entre lo “verdadero” que es Uno y lo “falso” que es muchos y diverso. No es este lugar para un análisis punto a punto de esta idea.
Pero sí para señalar esto: en la mistificación de las palabras, en su magia, debe buscarse el motivo de metafísicas abstrusas -a veces también hermosas- que impresionan y nos meten miedo. Si a lo Uno lo llamamos “concepto”, tenemos una buena guía para desentramar la utopía eidética.



[1] En esta línea podría intentarse una caracterización del pensamiento de “lo Uno”, el pensamiento unario, como fundamento de una inclinación ideológica a lo fijo e invariable, al dogmatismo. Bien podría decirse que el pensamiento unario no tolera la diversidad, la diferencia, los “puntos de vista”. Esconde las bases del fascismo.

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