martes, 22 de septiembre de 2015

¿Y esta disciplina adónde la meto?

Imagen: Giya & Zinclair

Cualquier hincha más o menos fiel a un club tiene como costumbre, en la medida de sus posibilidades, asistir al lugar en el cual su equipo disputa un encuentro. Para ello debe tomarse una serie de molestias, como puede ser organizar sus horarios, relegar tareas o postergar encuentros familiares-amorosos, conseguir un medio de transporte que lo lleve al lugar; incluso destina parte de sus recursos económicos a los fines de tener acceso al espectáculo deportivo. Ahora bien, si de repente uno de esos molestos que se divierten preguntándole a los demás por sus acciones, como los niños, se acercara a uno de estos hinchas y lo interpelara “¿para qué haces esto? ¿con qué fin?” estaríamos por lo menos ante una situación incómoda para el aficionado. No sólo porque nuestro hincha estaría en todo su derecho de mandar a pasear a semejante inoportuno, chismoso que vive pendiente de la vida de los otros, sino porque un intento de fundamentación para una práctica tan común y difundida le llevaría un buen tiempo. Es que no nos preguntamos por lo que damos por supuesto, afortunadamente, algunas convenciones nos salvan y nos ayudan a recubrir ese vacío horroroso que subyace a cualquier acción humana.
Intentar una respuesta por el lado de “el hombre es un animal social que necesita de otros para subsistir, así como de identificaciones compartidas que lo anuden a un grupo” es una posibilidad, pero que llega más de un escritorio en una universidad que de un tablón de cancha. A mí me parece que un hincha diría “lo hago porque me gusta, porque lo disfruto” y se acabó.
Da la casualidad de que a Aristóteles también le pareció así y basándose en la constatación de ese mismo hecho, es decir, de que haya espectáculo y espectadores, concluyó que existen acciones humanas que tienen un propósito intrínseco, esto es que son un fin en sí mismas. Una pregunta por el “por qué” de esas acciones recibe siempre como respuesta “por la actividad misma”.
De esta manera el estagirita encontró en su obra de juventud que lleva como título “Protréptico” y que tiene como objetivo ser una defensa de la actividad filosófica, un interesante modo de contestarle a aquellos que preguntan por el por qué de la filosofía misma. Sabemos que ya incluso al momento de su nacimiento la disciplina era atacada por los espíritus más pragmáticos. Fue común reírse de los filósofos entre los griegos, y así le sucedió a Tales de Mileto, uno de los “padres fundadores”, del que se narra que por andar preocupado mirando el cielo, interrogándose por las cosas celestes, se cayó a un pozo. Y lo mismo con Sócrates, satirizado por el dramaturgo Aristófanes en su comedia “Las nubes”.
Está bien, los filósofos no tienen reputación de ser muy útiles, pero de nuevo haríamos bien en estudiar las palabras que usamos para hablar. ¿Qué significa que algo sea “útil”? Bueno, seguramente significa que algo sirve para otra cosa, para obtener algún resultado. Entonces “el cuchillo es útil porque sirve para cortar”; “la mesa es útil porque sirve para apoyar cosas” etc. Digamos que útil es aquello que es bueno para cumplir con un fin determinado. De allí que algunos piensen, quizás con justeza, que la arquitectura es útil porque nos permite construir casas, o que la medicina es útil porque nos ayuda a restituir la salud del cuerpo. Seguramente un Estado necesita de una importante cantidad de arquitectos y de médicos para lograr (y de buena manera) estos fines específicos: construir casas, sanar enfermos.
Aquí es cuando comienza la zona de turbulencia en el viaje del filósofo a lo largo y a lo ancho de su Estado. Pues ¿para qué sirve el filósofo? O lo que es lo mismo ¿para qué sirve la filosofía? 
Es bueno que hayamos comenzado por el ejemplo del espectáculo porque es un argumento sólido y que se guarda muy bien de dar explicaciones a los irreverentes: ¿acaso ud. no hace cosas porque le placen? ¿o todas sus actividades se orientan a un fin determinado? ¿a ese grado de tozudez ha llegado en la vida? ¿de verdad? ¡Qué pena!
Existen muchas actividades humanas que obtienen su sentido del mismo hecho de ejecutarlas. En esto el filósofo no se diferencia en nada del músico. El Indio Solari ha repetido varias veces en entrevistas diferentes la idea: el oficio del músico es de los más hermosos, porque se trata simplemente de hacer lo que a uno le place (componer canciones, letras, melodías) ejecutarlas para otros y encima por ello recibir dinero a cambio, a veces muchísimo, aunque por lo general y sobre todo si uno no es el Indio Solari, en realidad recibe bien poco. Pero, ¿no cabe acá la misma pregunta? ¿para qué sirven los músicos? ¿qué tienen para ofrecernos que sea tan útil como para que cientos de miles de personas llenen estadios y paguen de su bolsillo por algo que a lo sumo no dura más de 3horas, con suerte? Debemos ser cuidadosos cuando preguntamos por la utilidad de algunas disciplinas, porque si esta inquietud cala profundo en los ánimos de una nación, nunca falta un funcionario que se haga eco de ella a través de recortes salvadores de la República.
Tomemos ahora otro curso de justificación y que Aristóteles también emprende en el mencionado diálogo. Ésta es quizás más comprometida porque no se desentiende de los fines que se persiguen y apunta a la necesidad humana de filosofar. El Filósofo (con mayúscula, como lo bautizara Tomás de Aquino, que tanto le debe a la par que toda la doctrina cristiana en general al paganismo) nos dice “la palabra filosofar significa, por una parte, preguntar si se ha de filosofar, y por otra, dedicarse a la filosofía”. Con esto Aristóteles ha entrampado a cualquiera que acepte de buena gana su definición, porque entonces: para demostrarle a un filósofo que la filosofía no sirve, y que por ello debiera ser evitada o desechada de la vida en sociedad, tendremos que filosofar. Esta definición emparenta a la actividad con una versión muy difundida del filósofo (sino la más evidente) la que ve al filosofar como  un esfuerzo por dar razones, por explicar por qué se hace lo que se hace, se dice lo que se dice, se cree lo que se cree. Es una aproximación netamente socrática (por eso también se ha observado que Aristóteles escribió esto en su momento de mayor apego a la doctrina de su maestro, Platón). Pues era Sócrates quien deambulaba de aquí para allá por las calles de Atenas interrogando a los ciudadanos respecto de sus creencias, dispuesto a tomarse el tiempo de analizar cuidadosamente las razones por las cuales algunos creen que “sólo conocemos lo que podemos ver” (como se contiende en el “Teeteo”), “que lo justo es lo útil y no lo bueno” (eso se encarga de refutarlo la “República”), o que las virtudes que ejercita el hombre prudente no encuentran recompensa en esta vida.
Esta versión pone el énfasis en el trabajo de argumentación que tiene lugar siempre en cualquier discusión filosófica, el trabajo de depuración del pensamiento, de ordenamiento de las ideas que es necesario para hablar con justeza. Hablar con justeza, hablar con verdad, he ahí el anhelo del filósofo. Porque ¿para qué ponernos a justificar nuestras creencias si no es para mostrarle a algún otro que hablamos con verdad, que no incurrimos en falsedad? O también para mostrarle a otro las razones por las cuales se equivoca. Y preguntémonos con sinceridad ¿cuándo nos interesa justificar lo que decimos y pensamos? ¿Cuándo hablamos de la película que más nos ha gustado? ¿Cuándo queremos referirnos a la exquisitez de un gusto de helado en particular? Puede ser. Pero también lo queremos hacer cuando disentimos con alguien respecto de cuál es la manera correcta de proceder, cuando se debe tomar una decisión de consecuencias importantes. Por eso a Platón lo obsesionaba la idea de que los filósofos manejaran los asuntos de Estado, porque en teoría por lo menos, parecen ser los que se encuentran mejor preparados para decir “lo que es bueno” para la ciudad, para la polis.
Si pensamos que la filosofía puede ayudarnos en esta empresa de justificar lo que creemos a través de argumentos, y si eso es también lo que por lo general queremos los seremos humanos cuando entramos en una disputa con alguien que nos contradice, entonces tendremos que estar de acuerdo en que esta actividad llamada “filosofar”, debe ser de la mayor utilidad. Ahora se ha mostrado también como una herramienta de la cual echar mano dentro de una sociedad democrática. Incluso cuando pensemos que también es un fin en sí misma, como dijimos al principio, debemos reconocer que la filosofía “sirve para algo”.
Rescatemos del exilio temporario al filósofo, recibámoslo con los brazos abiertos, y no nos espantemos si no nos sabe decir lo que sabe, si como Sócrates sólo nos ofrece un “sólo sé que no sé nada”, acaso él pueda ayudarnos a nosotros a saber mejor lo que creemos.   

Por Enrique A. Rodriguez

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