miércoles, 2 de abril de 2014

La trinchera de Teresa



Teresa Cristina Gamalero de Hornos, madre del soldado Carlos Alberto Hornos, guarda todo lo de su hijo: pantalones, medias, calzado, fotos, cartas y camisas limpias y planchadas. Cada cosa la acomoda escrupulosamente en un placard, en bolsas de nylon, debajo de su propia ropa. A los tantos meses repite el procedimiento: saca, lava, plancha y ordena con secreta prolijidad. Luego vuelve a guardar. Es una ceremonia tan íntima como prevenida. Su hijo cayó en combate el 13 de junio de 1982, pero el telegrama le llegó tres días después, el 16 de junio. Las pertenencias de Carlos Alberto son para persistir, no se desprende de ellas por nada del mundo. Pero no las atesora como si fueran parte de un recordatorio, tampoco para tenerlo más cercano y presente. Al contrario. "Las guardo para cuando él vuelva", dice con serena convicción.

Carlos Alberto había nacido el 28 de diciembre de 1962, en La Plata, y su madre registra cada fecha con la misma precisión con que ha ordenado sus objetos para cuando él regrese a la casa de Abasto. "Lo reincorporaron el 9 de abril de 1982 -cuenta-, porque le habían dado la baja por casamiento, estaba en el Regimiento 7, así que el 8 de ese mes llegó el telegrama, el 9 se presentó y el 12 se lo llevaron para reincorporarlo. Fue la última vez que lo ví, apoyado contra el portón del Regimiento, ése que todavía está". Hace una pausa y agrega: "El nene, el hijito, tenía 4 meses cuando él se fue, hoy tiene 25 años, se llama como él, Carlos, pero Carlos Héctor". Luego aclara, por si quedara alguna duda: "Tengo además dos hijos y los quiero con el mismo amor, Julio César Hornos y Pedro Oscar Burgos, mi hijo del corazón".

Teresa tiene 68 años y una mirada digna, fuerte. Desde hace años trabaja en el Instituto Gambier de Abasto. Cuando recuerda a Carlos lo hace con la precisión y naturalidad de una semana atrás. Pero han pasado veinticinco años: "Esa noche cuando llegó el telegrama estaba jugando a las cartas, no necesitó abrirlo, como que lo esperaba. Cuando lo leyó, dijo: `vamos a matar monos'. Fue un chiste, para que yo no me preocupara. Era un muchacho muy alegre, trabajador, hacía turnos en una carnicería despostando, también le gustaba mucho la carpintería, arreglar muebles, mi hermana todavía tiene la cama que él le arregló, le cambió una pata". La hermana de Teresa, Irma, escucha el relato y asiente. Su marido, Juan Carlos Jara, hace lo propio: "Era buenísimo, muy serio, formal, si él decía a tal hora vuelvo, él volvía, yo era su padrino y ella, mi mujer, la madrina". Teresa los escucha en silencio, parece ordenar y llevar el flujo del relato: "Me dejaba todo escrito, en cartitas, `Mamá, estoy en tal lado', ponía; o `Ya vuelvo'. Era muy apegado a mí -recuerda-, muy cariñoso, cómo sería que a veces yo le mentía y le decía tal o cual cosa para poder irme, sino él se preocupaba, vivía cuidándome, protegiéndome. Y siempre papelitos, cartitas, los dejaba por todos lados para que yo supiera y me quedara tranquila", repite, mientras con la mirada recorre el contorno de la mesa como buscando alguno de esos mensajes invisibles. La carta más visible, sin embargo, está en su dormitorio. En un cuarto de siglo casi no ha vuelto a leerla. Allí, muy escuetamente, le anuncian que Carlos Alberto ha muerto en combate.

Se queda unos segundos en blanco, luego se levanta y acerca a la mesa fotos. Están sueltas pero en estricto orden: algunas son de la escuela, de cuando estudiaba en el colegio de Romero; otras de San Miguel del Monte, en plena campaña, cuando del Regimiento 7 lo llevaron para la instrucción militar; en una está firmando en el registro civil, es el día del casamiento; en otra aparece con la que fue su mujer, Hilda Pezzolano, junto a una prima. Se casó a los 19, Hilda tenía 15. "Una nena", dice Teresa, mientras despliega las fotos en abanico y abre las cartas de su hijo en el centro, bajo ese paraguas imaginario. Abre todas menos una. "Ellos dicen eso, que murió combatiendo, pero es lo que ellos dicen. Un día yo iba caminando por Romero y lo vi en un puesto de diarios, estaba en la foto de la revista `Diez', de fajina, con otros compañeros, en las islas". La familia y los vecinos compraron varios ejemplares, pero ella no llegó a leer la nota, no quiso. Su hermana, la tía de Carlos, tampoco.

El día que Carlos recibió la citación para reincorporarse, Teresa tuvo un mal presentimiento. Pero no lo pudo poner en palabras. Su madre, la abuela de Carlos en aquel entonces, fue en cambio categórica: "Que no vaya, dijo mi madre, yo me quedo con él, yo lo escondo, y a él lo miró fijo y le dijo `Yo te voy a esconder, Tin'. Todos le decíamos Tin. Pero a él no se le ocurrió ni por asomo no presentarse, ve lo que son las cosas, otros no se presentaron y no les pasó nada, él cumplió con la Patria y pasó lo que pasó, no está".

Si hay un calvario más allá de la muerte, ese calvario tiene forma de ausencia en la incertidumbre. ¿Qué es morir en combate cuando nada lo confirma? A Teresa jamás la convencieron esas lacónicas palabras que decían, siguen diciendo, muerto en combate, al contrario, la animaron aún más para preguntar, investigar, viajar incluso y hablar con ex compañeros de su hijo, Carlos "Tin" Hornos, un pibe flaquito, clase 62, nacido justo en el Día de los Inocentes y a quien, como en un mal sueño o en una burla de las fechas, ella aún espera verlo aparecer por el frente de esa casa prolija y de entrada baja de la calle 517, en Abasto, para escucharle decir: `Soy yo'. ¿Delirio de cumpleaños o una broma del destino para los inocentes que murieron combatiendo? Sin golpes bajos, la historia es sencilla, contundente: Teresa, la madre de Carlos Alberto Hornos, clase 62, muerto en combate el 13 de junio de 1982, en Malvinas, todavía espera a su hijo. "Va a volver", dice, y lo dice tan de adentro que uno debe callar y mirar para otro lado.

Lo que los entrevistados narraron a continuación es el relato secreto de un caso jamás aparecido en los medios pero que a Teresa -¿y a cuántas otras madres en su misma o similar condición?-, acaso le haya servido o le siga sirviendo de argumento para mantener en pie eso llamado fe, esperanza o resignación que nunca termina de resignarse del todo, como en este caso. Es la historia negra de toda tragedia, la historia oscura de una guerra que el tiempo va deformando, amparando y haciendo crecer en forma de relatos, leyendas, versiones urbanas o de suburbio, para luego convertirse en razón fidedigna de vida. Tanto Teresa como su hermana Irma y su esposo Juan Carlos dan fe de que en 1990, ocho años después de concluida la guerra, en la vecina localidad de Lisandro Olmos, apareció un joven, un ex soldado que había sido dado por muerto y desaparecido en uno de los combates en las islas. "Se tapó todo, no se dejó que los medios se enteraran -afirma Juan Carlos-, porque el padre, al verlo con vida, se pegó un tiro, se suicidó". Puede ser desconcertante el argumento, pero resulta tan austero y fascinante como ese jugador de Chéjov que va al casino de Montecarlo, gana una suma millonaria en la ruleta, luego se retira a su casa y va y se pega un tiro. "No es el único caso -agrega Teresa-, también aquí, en Abasto, hubo uno muy comentado. Pero fue de un pibe que estuvo desaparecido menos tiempo, no fue tanto".

Durante semanas que fueron meses Teresa se iba sola en su bicicleta a espiar por los alrededores del Neuropsiquiátrico de Romero. Se acercaba al cerco perimetral, hablaba con alguno de los internos y luego volvía. A los dos o tres días repetía la rutina con la misma firmeza. Después dejaba pasar un par de semanas e insistía, pero por otra zona del hospital. Melchor Romero es como una ciudad. Irma lo cuenta así: "Se iba sin decirnos nada, pero es cierto, durante mucho tiempo en Romero había tiendas de ex combatientes, ella lo buscaba, hablaba con uno, con otro. Los soldaditos estaban tan mal que ni se querían sacar la ropa, seguían con las pilchas de combate..." Hace una pausa, mira a su hermana, y prosigue: "Otra vez sin decirnos nada se fue al Borda, se metió en los pabellones y empezó a buscarlo como desesperada. Teresa la interrumpe: "Va a volver, estoy segura". Juan Carlos mira al cronista y añade: "No se crea, no es que esté mal, para nada, pasa que ella no se quiere convencer".

El vía crucis de la madre de Carlos Hornos no se detiene allí. Cada tanto, ante la mínima versión, sale de su casa furtivamente y corre al encuentro de esa infinita posibilidad. "No nos avisa -dice su hermana-, se escapa sin avisarnos". Teresa viajó dos veces a Malvinas para dar con el cuerpo de Carlos, en una ocasión no pudo llegar. En el siguiente viaje logró desembarcar y revisar palmo a palmo las tumbas del cementerio. "No estaba Carlos, no había ninguna cruz con su nombre", admite. Cuando se le recuerda que muchos cuerpos están enterrados sin nombre, replica: "Sí, claro, eso ya lo sé. Pero yo hablé con muchos soldados y a uno que fue su compañero, de apellido Méndez, le pregunté y me dijo que lo que ocurrió fue que Carlos y otros tres un día salieron de la trinchera para buscar comida y nunca volvieron porque habían pisado una mina. Tenían hambre, por eso salieron. Ese día uno de los que murió se llamaba Boscovich. A la tumba de él la encontré en el cementerio -reconoce-, pero de Carlos nada y Méndez me dijo que en el lugar de la explosión no se encontró nada tampoco, y eso que él volvió al lugar y estuvo como dos días buscando..."

Versiones de versiones. Hoy y como desde hace veinticinco años atrás Teresa relee una de las cartas de su hijo enviada desde el frente, todavía tiene marcas del barro malvinense en el papel y la suma de las prevenciones para su madre y su esposa en letra muy clara y levemente inclinada hacia la derecha: " (...)estamos con frío, hace mucho frío, pero yo te pido que esto no se los digas porque tienen que estar tranquilas, para que no se preocupen vos decíles que todo está bien..." (el fragmento es de una carta enviada a su tío Coco). Otra carta, dirigida a Hilda, su mujer, empieza así: "Esta carta es para mi muñeca..." Teresa toma las cartas y las dobla. Las sabe de memoria. Podría decirlas de corrido, pero en su fuero más íntimo y aunque parezca una locura ella entiende que algún día no muy lejano, quién sabe, las va a volver a leer junto a su hijo.

Por momentos el presente se mezcla en el relato de las hermanas y es como si Malvinas fuera un tiempo verbal estático, tan congelado en el dolor como en la impotencia. Cuando en 1983, se restituyó la democracia y el Dr. Alfonsín asumió la presidencia, la angustia de la familia Hornos no sólo subsistió, sino que se hizo más honda aun. "Desmalvinizar" es una palabra que les produce rechazo, un insulto. "Ni me diga", dice Irma. Teresa luego termina de ordenar las fotos, separa algunas para acompañar la nota, y comenta: "La placita de Abasto lleva su nombre, Carlos Alberto Hornos -repite orgullosa-, tenía una placa, pero se la robaron, ¿Puede usted creer? ". Cómo no creerle. Durante la guerra el país estaba disociado entre la patología social de espectáculos culturales y deportivos por un lado; y, por otro, de Bahía Blanca hacia abajo, en la sangría de un país al Sur que sufría la suerte de miles de adolescentes embarcados en una guerra extraña, alabada y enferma. "Vamos ganando". ¿Por mucho la victoria? La consigna deportiva acompañó el retorno de los soldados y, como genuinos derrotados, sufrieron las consecuencias de la iniquidad, el desprecio y el olvido. Los intelectuales no hablaron de Malvinas, estaba mal. Mal visto. Territorio de la hipocresía más inconmensurable, hoy, a veinticinco años de una guerra absurda propiciada por una recua ignorante y golpista, la épica de Malvinas sigue en pie, sin embargo: en sus soldados muertos, en los suboficiales y oficiales caídos en batalla, en los ex combatientes y en sus peregrinajes infamantes a que también los sometió una sociedad civil que, aunque duela reconocerlo, prefirió el rechazo antes que admitir su propia condición.

Las cosas no han cambiado mucho en un cuarto de siglo. Lo que ella no permitió que se escribiera para la posteridad en la placa robada de la plaza de Abasto y jamás repuesta -"Murió en combate"-, es precisamente lo que se va a permitir en estos días, cuando los discursos sobre los veinticinco años de Malvinas decaigan y la retórica de la inconsecuencia retome el lugar del olvido: volver a buscarlo. Es una cruzada personal impenitente, digna. Obsesión, dirá alguno. Quizá. En todo caso pujar de madre. ¿Una utopía o un desatino? Es lo de menos, ella va a intentarlo. No sabe cómo, pero una vez más, como tantas otras veces, va a ingresar en los pabellones y va a recorrer uno a uno los rostros de los internos hasta dar con el de ese chico flaco, chistoso y responsable, que le dejaba por todos los rincones de la casa papelitos con mensajes: "Má, fui a Malvinas, no te preocupes que ya vuelvo". Es la trinchera de Teresa. No la quiere abandonar y está en todo su derecho.



                                                                                                                                                                                                     



Por Gabriel Bánez. 



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