martes, 3 de diciembre de 2013

La dicha no es una cosa alegre



A veces uno querría que habitar el mundo fuese más fácil: los buenos de este lado, los malos del otro, unos libros que nos muestren algunos principios del obrar recto (un “knowhow” de la vida); la oportunidad de poner en práctica eso que se aprendió y finalmente el acomodamiento por decantación de cada uno en su lugar. Tal vez por eso tengamos una religión que premia las almas buenas y condena a las pecaminosas; o un arco político dividido milimétricamente de izquierda a derecha, comenzando por los justos, pasando por los blandos y llegando hasta los impíos; arrancando desde los santos, pasando por el purgatorio y descendiendo hasta los infiernos[1]. Los finales de muchas películas –y a veces sus tramas completas- nos seducen con el mismo artilugio, y después de haberlas mirado hasta el final presentamos nuestra queja indignada: ¡La vida real no es así!



Erigimos “tipos ideales”, arquetipos, para inmediatamente olvidar que son ideales y que los erigimos nosotros mismos. De repente caminamos patas arriba denunciando la mosca en la sopa con asco de puritano. Cuando pasa esto me arremete una pregunta ¿Somos en verdad tan libres como creemos para obrar de otra manera? ¿Conocer “el bien” es en verdad suficiente para actuar rectamente como lo creía Sócrates[2]?¿O el hombre es en verdad un animal mucho más complejo en comparación a lo que cualquier escuela de la vida pueda pretender?

Es mi idea de hoy que la historia de la ética leída desde el psicoanálisis puede ayudarnos a comprender mejor esta cuestión. Hay una experiencia que invade la vida del neurótico de continuo –y somos muchos los soldados de ese ejército-: si es que quiero lo mejor para mí, porque cualquiera en su sano juicio desea lo que es bueno para sí ¿Cómo puede ser que muchas veces termine haciendo lo mismo que no me satisfizoen el pasado? Nunca estamos tan lejos de lo cotidiano como creemos, se trata del proverbio “sólo el hombre tropieza dos veces con la misma piedra”.

Como sucede con el ochenta por ciento de las ramas de la filosofía, la ética fue inaugurada por Aristóteles. Con él comienza la reflexión sistemática sobre “lo bueno”, sobre “El Bien”. Según entendamos este vocablo, perteneceremos a una u otra escuela ética, pero lo que es más importante para la rama práctica de la filosofía por antonomasia: actuaremos y organizaremos nuestra vida de una forma y no de otra.

La historia comienza de modo razonable y prometedor, un filósofo vierte a la teoría un dato de la experiencia humana, todo hombre en su sano juicio desea ser feliz. Si aceptamos que la felicidad puede ser el fin, el objetivo de la vida del hombre sobre la tierra, aceptamos también que haremos lo necesario para alcanzar tal fin. No será complicado tampoco conceder que la felicidad es algo “bueno”, que es “El Bien” y que, si la felicidad y el fin coinciden, luego el fin (el objetivo) deberá ser también “bueno”. Sin embargo, todavía no sabemos en qué consiste ese “bien” que todos desean por igual, tenemos apenas una declaración de intenciones.

La astucia de Aristóteles estará en identificar “lo bueno” con diferentes “funciones”. ¿Cuándo decimos que un cuchillo “es bueno”? Cuando sirve para cortar: algo es bueno cuando cumple con su función específica. “¿Cuál es el bien del hombre?” será entonces una pregunta que coincida necesariamente con “¿Cuál es la función específica del hombre?”.

No necesitamos desarrollar acá todos los razonamientos que sostienen la conclusión que sólo enunciaremos: la función del hombre será actuar conforme a la mejor parte de su alma (la razón). El hombre feliz es el hombre prudente, es aquel que sabe cómo obrar porque conoce “el bien” y que además, dato no menor, subordina sus “partes inferiores” –casi literalmente inferiores- a las superiores.

El hombre feliz es un gobernante del cuerpo, de lo irracional, un domador de deseos y que “sabe complacerse y dolerse como es debido”. Tomemos esto como punto fundamental de la ética aristotélica: el hombre feliz es alguien que observa cierta disciplina respecto de sus deseos, que los somete a critica, los ordena y elige entre ellos, desechando los que poco valen y abrazando lo mejor. Que practica la virtud (la excelencia en lo propio, y esto no es más que obrar conforme a razón) pero que sin embargo aún puede sentir placer y de hecho lo hace.

Si bien la felicidad y el placer no coinciden punto a punto en Aristóteles –no estamos frente a una ética hedonista como sería el caso de Epicuro de Samos por ejemplo- es totalmente correcto decir que el hombre feliz, el prudente, el que obra bien porque conoce El Bien Supremo, ése siente placer (hedoné).El placer es cosa que siempre acompaña al virtuoso, porque obrar bien siempre es placentero.

Dos mil años después llega un pequeño y bastante feo profesor de filosofía de un ignoto pueblo alemán a patear el tablero. Se llama Immanuel Kant y sostiene que “el bien” “lo bueno” puede producir placer en un hombre, pero que este placer es tan singular y particular en cada uno que resultaría imposible que fuera compartido por todos por igual. Luego, no hay posibilidad de que todos sean felices de la misma manera, de una manera universal al modo aristotélico. Si bien esta idea es algo discutible, la concepción aristotélica de una “función propia del hombre” nos lleva a pensar que sólo se puede ser feliz de una manera: ejerciendo la virtud, la excelencia humana, la racionalidad etc. Porque “el bien” es uno solo y por eso se lo ha llamado “el Bien supremo”. Eso es lo que buscaron los antiguos, y algunos lo encontraron en “la virtud” (Aristóteles), otros en “el placer” (Epicuro), los cristianos y religiosos en general en Dios.

Pero Kant también recoge un dato de la experiencia cotidiana, como había hecho Aristóteles: a mí me gusta el vino tinto, a vos el blanco, y además te parece que el tinto es horrendo, impropio de cierta clase de hombre. O simplemente no te gusta en Navidad que en la mesa mezclen jamón con melón y no podés comprender cómo tu papá lo devora con esa cara de satisfacción.Kant dice algo así como “sobre gustos no hay nada escrito”[3], y para el caso, la felicidad se vuelve una cuestión de gustos y por eso comienza a pertenecer al orden de lo privado.“El bien” en realidad, ha dejado de ser “una cosa”, ha estallado, se ha multiplicado al infinito.

Ilimitados son los bienes que pueden elegir los hombres para sí y absolutamente nadie puede erigirse como juez universal que decida “ese bien que elegiste es el correcto”, “es mejor tomar vino blanco que tinto”, “la vida del filósofo es más venturosa que la del albañil”. En un sentido, acotado porque luego se mostrará todo lo contrario, Kant es un pluralista. Hay algo aquí propio del liberalismo y de la consolidación del capitalismo: cada cual persiga los fines que desee, como quiera, y su sentimiento de felicidad sólo dependerá de una sensación subjetiva, inviolable y sobre la cual nadie puede opinar.

Pero el truco kantiano está en re-definir el problema, volver a plantearlo, y como veremos, en volverlo algo distinto de lo que era, revelando involuntariamente una trama de la cual, ciento cincuenta años más tarde, Freud y Lacan comenzarán a sospechar.

TEXTO: Enrique A. Rodríguez
IMAGEN: Giya Zabalza y Martín Zinclair



[1] Incluso los ateos deseamos comúnmente que los representantes del fascismo sufran el castigo eterno que asegura el mito cristiano. Es algo que vemos una y otra vez cuando muere algún torturador o figura importante del proceso comenzado en el 76.
[2] La tesis ética socrática resumida sería: “sólo se peca por ignorancia”
[3]Paradójicamente, él mismo le dedicara un libro entero al problema del “gusto” y a la posibilidad de que exista un “juicio universal” acerca de lo agradable. Es la Crítica del Juicio.

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