martes, 1 de octubre de 2013

La eterna perplejidad. Tentativas de solución.


“¿Dónde se ve una persona que sepa el precio del tiempo, el valor de un día y que considere que cada día muere? Esto es lo que nos produce el engaño, que miramos a la muerte de lejos, aunque en gran parte ya haya pasado, porque el tiempo pasado pertenece a la muerte” Séneca, Cartas a Lucilio.



Café y puré instantáneos, entregas en el acto, negocios “24-7 365”, mensajes de texto, internet 2.0, conexiones de 10 Mbps, aplicaciones y “gadgets” 3.0.1.2, diarios digitales con noticias “al minuto”, cobertura “en vivo”. La lista puede engrosarse casi indefinidamente, si no fuera porque el reloj también me corre para escribir este texto. Lo cierto es que todos estos elementos dan cuenta de algo: del modo en que en nuestras sociedades contemporáneas -los llamados “capitalismos avanzados”- se vive el tiempo[1]. Concluimos nuestra reflexión en el número anterior  con la idea de que el tiempo puede ser comprendido de varios modos (“el tiempo se dice de muchas maneras” parafraseando a Aristóteles) y bajo esa guía daremos algunos pasos hoy.

Nos orienta también una convicción: la filosofía es ética, es decir: si lo que estudiamos en esta disciplina no nos sirve para  comprender-nos (y así orientar nuestra acción en el mundo un poco mejor) cualquier tema es intrascendente, apenas un ejercicio retórico apoyado en la polisemia significante para entretener, pero no nos transforma. Tal idea -para variar- no es nuestra, es Sócrates diciéndonos “una vida sin examen no vale la pena”, sentencia que para Platón valió una apología, cifrando así en el dominio de lo práctico (praxis) el tesoro del descubrimiento griego. Porque no es algo menor notar que por lo general “la filosofía” llega hasta nosotros a través del discurso universitario y en la forma de theoria.

 ¿Por qué disponemos de tantos productos y servicios que nos ahorran tiempo?
 Fast-food (en algunos casos no es necesario ni bajarse del auto para comprar), el mismo auto-móvil que reduce trayectos enormes a minutos, rapi-pagos, lave-raps, préstamos “en el acto”, servicios de larga distancia todos los días, “atendemos domingos y feriados”, horas extra y –con suerte- paga doble[2].

Está claro: es una necesidad contemporánea “ahorrar tiempo”. Pero ¿para qué querríamos hacer eso? Quizás una buena respuesta sea la siguiente: para poder dedicarnos a vivir. En la representación del tiempo en la que nos formamos en nuestras sociedades capitalistas de relojes digitales que nos mandan al trabajo a las 08.00 am (y que nos castigan si un tren nos demoró hasta las 08.13) anida la idea de que el tiempo de trabajo es un bien entregado a Otro –enajenado- y que por ello además debe ser remunerado ¡y remunerado como corresponde! –Me están robando la vida y ni siquiera me alcanza el sueldo para comprarme lo que las publicidades me “ofrecen”. Por supuesto que lo central aquí es el concepto de “trabajo alienado”, la negación del “ser genérico” del hombre descubierto por el joven Marx, responsable de un hiato en la historia del pensamiento. Alguien se apropia de algo que me pertenece, pero por otro lado dice “reconocerlo”, por ello me ofrece a cambio –algunas veces de manera más justa que otra- dinero, un monto especifico. Este dinero representa, según la teoría económica marxista, “el tiempo socialmente necesario para reproducir la fuerza de trabajo”. Es ni más ni menos, lo que me cuesta mantenerme con vida para volver al otro día y renovar el ciclo: la canasta básica.

Pero no nos interesa aquí el problema de la plusvalía. Más importante es remarcar que en estas sociedades lo que dictamina el modo de empleo –el uso- de nuestro tiempo, es el trabajo mismo. Se nos paga por “el tiempo socialmente necesario”. 8 horas dura la jornada laboral, una hora (con suerte) puede tomarme el traslado de y hasta el lugar de trabajo, una hora podría dedicar a resolver el modo en que me voy a alimentar (ya pasé por alto el almuerzo o lo resolví en un local de comida rápida), una hora podría llevarme acomodar el lugar en donde vivo, limpiarlo y ordenarlo, 8 horas debiera dedicar al sueño, al menos si es mi intención conservar cierto grado de salud; me restan 5 horas para hacer “lo que quiero” y siempre y cuando, mi salario me lo permita. Porque tal vez disfruto mucho de viajar a otras ciudades o de salir a comer al centro, pero no dispongo de los medios suficientes (y seguramente en el primer caso, tampoco del tiempo). 8 horas trabajo, 8 duermo, me restan 8 que emplearé en gran parte en “reproducirme” como trabajador…

 Entonces ¿puede ser que en nuestras sociedades sintamos que comenzamos a vivir, que vivimos realmente sólo en nuestro tiempo de “ocio”? Vacaciones, domingos, feriados, he aquí lo que la cultura moderna nos ofrece –si no hemos tenido un poco de suerte como para pertenecer a la bien llamada clase “acomodada”- para desarrollar nuestro potencial, todo eso que deseamos hacer. –Me gustaría mucho tocar un instrumento, pero “no tengo tiempo”[3].

No es necesario ahondar más por este camino, las alternativas están claras: o el tiempo de trabajo es tiempo entregado a Otro –enajenado- y por ello nos realizamos (¿hacemos real un deseo?) en nuestros momentos de “ocio”; o apelando al optimismo, la suerte y algo de resignación respecto del futuro político, realizamos un deseo propio en la actividad laboral y así atenuamos ese sentimiento de enajenación. No obstante, este es apenas uno de los modos –seguramente el modo más cercano y frenético- en que podemos comprender a este eterno compañero de la humanidad. No hemos dicho por qué pero al menos hemos anotado algunas características que dan cuenta de un tipo de relación desesperada, impaciente, acaso algo infantil propia de nuestra época.

Que del empleo del tiempo se seguía necesariamente un “modo de vida” era algo dispensado de mayor meditación entre los filósofos de la antigüedad. Por eso se ha dicho que un estudiante del Liceo, de la Academia, un discípulo de Sócrates o de Epicuro pagaba al maestro “con su propia vida”, porque la opción por la filosofía, antes de su profesionalización y organización bajo el sistema universitario, consistía en vivir acorde a ciertos preceptos. Ética y filosofía eran la misma cosa. Este es el aporte de Pierre Hadot en su lectura de las escuelas antiguas. La oposición al modo universitario de la actividad filosófica imperante en nuestros días. Hoy vivir la filosofía significa trabajar de profesor o investigador, algunas horas al día para luego colgar los libros y hacer alguna otra cosa. En los orígenes de la disciplina, vivir la filosofía significaba simplemente vivir de una manera determinada. Y algo de eso se conserva en la cháchara, en la cáscara cristiana cuando se habla de “opción por los pobres” y se recuerda sin rubor en el siglo XXI el consejo de “despojarse de todos los bienes” debidamente archivado y olvidado en la biblioteca del Vaticano. El propio Cristo fue un filósofo pleno en este sentido: en que vivió acorde a una verdad que lo guiaba.

No es casualidad que uno de los más conspicuos moralistas de la historia de la filosofía –Séneca de Córdoba, España- dedicara importantes reflexiones al tema del tiempo y su empleo. Sus célebres Cartas a Lucilio se abren disertando sobre esta materia. Allí aconseja al joven aprovechar el tiempo adecuadamente porque los mortales no poseemos otro bien. Ninguna cosa, título o fortuna material se equipara al don del tiempo. De allí que en la juventud se identifique un tesoro y que en la vejez asalte con facilidad la duda ante todo lo hecho.

Haz de suerte, mi querido Lucilio, que el tiempo que se tiene la costumbre de sustraernos, o el que tú mismo dejas escapar, administres y cuides (…) encontrarás que la mayor parte de la vida se va en hacer mal, gran parte en no hacer nada, y toda ella en hacer otra cosa diferente a la que se debería”.

Podría transcribir enteras sus reflexiones en estas páginas porque además de breves son como un hachazo, como el hachazo que significa caer en la cuenta de que el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos los hombres, pero prefiero invitar a su lectura directa. Los biólogos y los médicos se afanan en hablarnos del cuerpo y sus propiedades, buscan los genes responsables de su decadencia. Pero ya sentenció implacable el poeta “para todo hay término y hay tasa”[4].

Somos memoria y olvido.


Escribe: Enrique A. Rodríguez
Ilustran: Martín Zinclair y Giya Zabalza


[1] Afirmación aplicable también a los países como el nuestro que si bien no han alcanzado ese estadio, apuntan a él como modelo.
[2] El derecho manda a los empleadores a compensar bien la enajenación, por lo menos en la letra.
[3] Aunque, por otro lado, no es menos horrorosa la idea de ir un domingo a dar una vuelta al centro, a mirar vidrieras de neg-ocios –de negadores del ocio- precisamente en nuestro tiempo libre.
[4] Poema Límites de Jorge Luis Borges.

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