sábado, 9 de febrero de 2013

El respeto a la filosofía (segunda parte)




Ni siquiera los antiguos creyeron que fuéramos solamente razón. Tanto Platón como Aristóteles tienen respectivas concepciones del “alma” humana –esquemas tripartitos del hombre- en las cuales además del elemento racional (esencial) aparecen el desiderativo (dedicado a “apetecer” por lo general, cosas del cuerpo) y el vegetativo (encargado de reproducir el organismo). No es que hayan pasado por alto lo que llamaríamos “lo irracional” en el hombre, nadie podría acusar a los antiguos de ser tan ingenuos provistas sus costumbres, su concepto de la tragedia como actividad catártica, etc., pero sí quizás de haber apostado demasiado al predominio del componente racional. 


Es manifiesto en la República platónica y también en la Ética nicomaquea de Aristóteles, según la cual, el hombre virtuoso es aquel que domina su “parte” desiderativa (su Deseo) para poder “complacerse y dolerse como es debido”. Si la filosofía ha sido o es vista aún como un gigante a respetar –dejemos de lado la cuestión de si es por mérito propio, virtud o por simple temor a lo complejo desconocido- ha habido por lo menos dos contundentes golpes en la historia del pensamiento occidental, dos eminentes Davides que agujerearon la coraza de su vanidad- uno se llamó Karl Marx, el otro Sigmund Freud.
No es la intención ni el lugar adecuado para tratar esto técnicamente, a veces la contraposición de tesis centrales nos salva de horas de tortura mental y evita perdernos entre vocablos ininteligibles o estilos abstrusos. Tomemos entonces a Marx, fundador del materialismo histórico, como el primero en animarse a condenar a toda la actividad filosófica como superflua en la medida en que no se tengan en cuenta las condiciones materiales-concretas-históricas en que se producen las ideas, en la medida en que sigamos creyendo que las ideas (o la Idea) están por encima del hombre y los medios a través de los cuales este reproduce su mera existencia. ¿Se trata simplemente de la complejización de una tesis mucho más sencilla –acaso de una intuición- que sería “el hombre que no come no puede pensar”[1]? ¿Puede basarse una revolución o una teoría política revolucionaria en una convicción tan prosaica? Claro que el marxismo tiene sus propios argumentos para disputar los campos teóricos que en verdad más le interesan: la historia y la economía, nadie puede dudar de ello, pero para el caso concreto de la filosofía pareciera que alcanzara con decirle a un hegeliano absorto en su arrebato místico: “Idea, ¿qué Idea? ¿Absoluto? ¿Que se despliega dónde? ¿Y por qué se despliega? ¿Estás hablando de Dios? No, bueno ¿entonces de qué? ¿Qué el Espíritu utiliza a los hombres para realizar su propio fin, su propio plan racional? ¿De qué me estás hablando?
Y esto no sería más que una instancia particular, un ejemplo de la ideología en funcionamiento, si la entendemos como la ilusión que una clase se hace sobre sí misma, sobre sus propias condiciones de existencia. Es algo que por otro lado corroboramos todos los días: una señora bien de Palermo levantando consignas para que le permitan seguir gozando de su verdes privilegios sin complicaciones; el representante máximo de los trabajadores agremiados acumulando propiedades, empresas y clubes de fútbol, persiguiendo los valores del jet set; una presidenta convencida de su gestión multiplicando sus bienes como los peces y los panes, apostando también a la libre empresa y dando por sentado que una necesidad vital de un jujeño hoy es andar en subte. ¿Debe uno condenar a estos personajes como perversos, inmorales, insensibles, cínicos? No. Creo que eso es lo que intenta “explicar” la ideología como concepto, es la ilusión que ellos mismos poseen de su modo de ser en el mundo lo que los lanza a semejantes actividades, convencidos además de que están realizando “el bien”.
Desde este punto de vista, la filosofía se ha dedicado a justificar elegantemente la posición conservadora, volviéndose una especie de ornamento simbólico que tras horas, días y años de debates, deja todo exactamente en el mismo lugar en el que estaba al comienzo: el derecho, del lado de la propiedad; las ganancias, del lado del terrateniente[2]. ¿Podría el mismo Dios haber imaginado un arma más sublime y a la vez más impotente que la filosofía en su aplicación política? La disciplina queda así reducida a una especie de mascarada al servicio de los explotadores, un grupo de choque dialéctico que salvaguarda intereses claros, casi al mismo nivel que el discurso religioso, en nuestro caso el cristiano, que pretende liberarnos de nuestras miserias reales con promesas de mejores mundos y vidas ultraterrenas, es decir, fantásticas.
Si esto ya significaba una clara profanación de la “madre de las ciencias”, mejor ni buscar qué adjetivo le cabe desde la lectura psicoanalítica. Por empezar, para referirnos a ella ya apareció necesariamente la palabra madre. Este discurso contemporáneo, que nació en el seno de la psiquiatría para finalmente cuestionarla, invierte, por decirlo toscamente, la estructura en la que se sostiene la filosofía, sobre todo su concepto de sujeto. Si para los griegos y en general para el racionalismo –incluso durante el siglo XX- la razón era la mejor parte del hombre, la facultad que debe subordinar al resto (eminentemente al cuerpo), el psicoanálisis vendrá a subvertir este orden para poner por encima del cálculo y la mesura al reino de la pulsión.
No es necesario demostrar que el hombre no llega al mundo hecho filósofo, vuelto argumentador ¿y cómo podría si ni siquiera llega provisto de palabra, de lenguaje? De hecho es un ser tan precario, tan pre-maturo, que si no es puesto al cuidado de Otro, difícilmente sobreviva a las exigencias del mundo circundante. Filosofía y psicoanálisis no son desconocidos, son más bien parientes o familiares políticos a los que los ha dividido una disputa, pues ambos se ocupan fundamentalmente de la palabra[3] (el logos) y de sus usos dentro del lenguaje. ¿Las palabras nombran a las cosas como etiquetas referenciales de objetos, físicos o mentales como “mesa” o “2”, o más bien cumplen una función más compleja, insospechada a primera vista: adquieren sentido cuando se relacionan unas con otras, generando un mensaje pasible de interpretación, aludiendo a lo más íntimo de nosotros: a nuestros miedos, anhelos, deseos y prejuicios? ¿Podríamos ser una suerte de poetas naturales que en la ilusión de la comunicación dotamos al mundo de aquello de lo que esencialmente carece, esto es de sentido, apelando continuamente y también de forma necesaria a recursos retóricos que ignoramos: la metáfora y la metonimia?
El “filósofo rey” de la República platónica –el más justo de todos los hombres- para llegar a tan alta dignidad sin embargo necesitó primero haber sido un niño, un hijo al cuidado de otro que se encargó de presentarle el “mundo” en la forma de un lenguaje común. Es que, a fin de cuentas, sea para construir casas, adquirir conocimientos, gobernar estados o amar personas, no tenemos otra cosa que palabras, lenguaje. Suponer que por medio de la reflexión rigurosa y el empleo de la lógica podemos agotar los usos legítimos del lenguaje (como ha querido hacer la filosofía en su vertiente racionalista) es querer domeñar un gigante tirándole piedras. Lejos estamos de comprender cómo es que podemos preguntarnos por nuestra propia existencia ¿comprenderemos mejor todavía por qué tenemos lenguaje? ¿O son apenas dos variantes de la misma perplejidad?




[1] Y para comer claro, es necesario trabajar, transformando lo natural dado en un producto humano.
[2] “Las penas y las vaquitas, se van por la misma senda…”
[3] “En el principio era el Verbo”

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