Ni siquiera los antiguos creyeron que fuéramos solamente razón. Tanto Platón como Aristóteles tienen respectivas concepciones del “alma” humana –esquemas tripartitos del hombre- en las cuales además del elemento racional (esencial) aparecen el desiderativo (dedicado a “apetecer” por lo general, cosas del cuerpo) y el vegetativo (encargado de reproducir el organismo). No es que hayan pasado por alto lo que llamaríamos “lo irracional” en el hombre, nadie podría acusar a los antiguos de ser tan ingenuos provistas sus costumbres, su concepto de la tragedia como actividad catártica, etc., pero sí quizás de haber apostado demasiado al predominio del componente racional.
Es manifiesto en
No es la intención ni el lugar adecuado para
tratar esto técnicamente, a veces la contraposición de tesis centrales nos
salva de horas de tortura mental y evita perdernos entre vocablos
ininteligibles o estilos abstrusos. Tomemos entonces a Marx, fundador del
materialismo histórico, como el primero en animarse a condenar a toda la
actividad filosófica como superflua en la medida en que no se tengan en cuenta
las condiciones materiales-concretas-históricas en que se producen las ideas,
en la medida en que sigamos creyendo que las ideas (o la Idea ) están por encima del
hombre y los medios a través de los cuales este reproduce su mera existencia. ¿Se trata simplemente de la complejización
de una tesis mucho más sencilla –acaso de una intuición- que sería “el hombre
que no come no puede pensar”[1]?
¿Puede basarse una revolución o una teoría política revolucionaria en una
convicción tan prosaica? Claro que el marxismo tiene sus propios argumentos
para disputar los campos teóricos que en verdad más le interesan: la historia y
la economía, nadie puede dudar de ello, pero para el caso concreto de la
filosofía pareciera que alcanzara con decirle a un hegeliano absorto en su
arrebato místico: “Idea, ¿qué Idea? ¿Absoluto? ¿Que se despliega dónde? ¿Y por
qué se despliega? ¿Estás hablando de Dios? No, bueno ¿entonces de qué? ¿Qué el
Espíritu utiliza a los hombres para realizar su propio fin, su propio plan
racional? ¿De qué me estás hablando?
Y esto no sería más que una instancia
particular, un ejemplo de la ideología en
funcionamiento, si la entendemos como la
ilusión que una clase se hace sobre sí misma, sobre sus propias condiciones de
existencia. Es algo que por otro lado corroboramos todos los días: una
señora bien de Palermo levantando consignas para que le permitan seguir gozando
de su verdes privilegios sin complicaciones; el representante máximo de los
trabajadores agremiados acumulando propiedades, empresas y clubes de fútbol,
persiguiendo los valores del jet set; una presidenta convencida de su gestión
multiplicando sus bienes como los peces y los panes, apostando también a la
libre empresa y dando por sentado que una necesidad vital de un jujeño hoy es
andar en subte. ¿Debe uno condenar a estos personajes como perversos,
inmorales, insensibles, cínicos? No. Creo que eso es lo que intenta “explicar”
la ideología como concepto, es la ilusión que ellos mismos poseen de su modo de
ser en el mundo lo que los lanza a semejantes actividades, convencidos además
de que están realizando “el bien”.
Desde este punto
de vista, la filosofía se ha dedicado a justificar elegantemente la posición
conservadora, volviéndose una especie de ornamento simbólico que tras horas,
días y años de debates, deja todo exactamente en el mismo lugar en el que
estaba al comienzo: el derecho, del lado de la propiedad; las ganancias, del
lado del terrateniente[2].
¿Podría el
mismo Dios haber imaginado un arma más sublime y a la vez más impotente que la
filosofía en su aplicación política? La disciplina queda así reducida a una
especie de mascarada al servicio de los explotadores, un grupo de choque
dialéctico que salvaguarda intereses claros, casi al mismo nivel que el
discurso religioso, en nuestro caso el cristiano, que pretende liberarnos de
nuestras miserias reales con promesas de mejores mundos y vidas ultraterrenas,
es decir, fantásticas.
Si esto ya significaba una clara profanación
de la “madre de las ciencias”, mejor ni buscar qué adjetivo le cabe desde la
lectura psicoanalítica. Por empezar, para referirnos a ella ya apareció necesariamente la palabra madre. Este discurso
contemporáneo, que nació en el seno de la psiquiatría para finalmente
cuestionarla, invierte, por decirlo
toscamente, la estructura en la que se sostiene la filosofía, sobre todo su
concepto de sujeto. Si para los
griegos y en general para el racionalismo –incluso durante el siglo XX- la razón era la mejor parte del hombre, la
facultad que debe subordinar al resto (eminentemente al cuerpo), el psicoanálisis
vendrá a subvertir este orden para poner por encima del cálculo y la mesura al
reino de la pulsión.
No es necesario demostrar que el hombre no
llega al mundo hecho filósofo, vuelto argumentador ¿y cómo podría si ni
siquiera llega provisto de palabra, de
lenguaje? De hecho es un ser tan
precario, tan pre-maturo, que si no es puesto al cuidado de Otro, difícilmente
sobreviva a las exigencias del mundo circundante. Filosofía y psicoanálisis no
son desconocidos, son más bien parientes o familiares políticos a los que los
ha dividido una disputa, pues ambos se ocupan fundamentalmente de la palabra[3]
(el logos) y de sus usos dentro del lenguaje. ¿Las palabras nombran a las
cosas como etiquetas referenciales de objetos, físicos o mentales como “mesa” o
“2” , o más bien
cumplen una función más compleja, insospechada a primera vista: adquieren
sentido cuando se relacionan unas con otras, generando un mensaje pasible de
interpretación, aludiendo a lo más íntimo de nosotros: a nuestros miedos,
anhelos, deseos y prejuicios? ¿Podríamos
ser una suerte de poetas naturales
que en la ilusión de la comunicación
dotamos al mundo de aquello de lo que esencialmente carece, esto es de sentido,
apelando continuamente y también de forma necesaria a
recursos retóricos que ignoramos: la metáfora y la metonimia?
El “filósofo rey” de la República platónica –el
más justo de todos los hombres- para llegar a tan alta dignidad sin embargo
necesitó primero haber sido un niño, un hijo al cuidado de otro que se encargó de presentarle el
“mundo” en la forma de un lenguaje común. Es que, a fin de cuentas, sea para
construir casas, adquirir conocimientos, gobernar estados o amar personas, no
tenemos otra cosa que palabras, lenguaje. Suponer que por medio de la reflexión
rigurosa y el empleo de la lógica podemos agotar
los usos legítimos del lenguaje (como ha querido hacer la filosofía en su
vertiente racionalista) es querer domeñar un gigante tirándole piedras. Lejos
estamos de comprender cómo es que podemos preguntarnos por nuestra propia
existencia ¿comprenderemos mejor todavía por qué tenemos lenguaje? ¿O son
apenas dos variantes de la misma perplejidad?
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