lunes, 24 de marzo de 2014

Tres historias, 30.000 historias



Un nuevo 24 de marzo, y cada vez que llegue no será uno más. Será el mismo de cada año y al mismo tiempo será uno distinto. Porque los que dejaron la vida por las convicciones, los que fueron callados, torturados, los detenidos-desaparecidos, seguirán vivos en cada una de las historias que recuerdan la última dictadura cívico-militar que atravesó la Argentina entre 1976 y 1983.
Así como las Fuerzas Armadas aplicaron las estrategias más crueles y devastadoras que pudo sufrir la sociedad argentina a manos del terrorismo de Estado, al menos queda la ilusión de recordar, respetar y realzar aquellas historias que hacen hervir la sangre de cualquier mortal, que defienda la simple premisa de que la resistencia por los derechos humanos jamás será callada y jamás será olvidada. Tres historias de aquellos días oscuros en los cuales las fuerzas de seguridad y la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) mancharon la historia con la sangre del pueblo argentino.



Infiltrado

“En 1978 me encontraba en Mar del Plata cursando los últimos años de la carrera de Sociología, la que, en los hechos, había sido cerrada por Ivanisevich, Ministro de Educación, en los tiempos del gobierno de Isabel. La dictadura militar incrementó, con homicidios y desapariciones, la merma de la matrícula de dicha carrera.

Algunos de los que continuábamos asistiendo, entre controles, allanamientos y otras ‘particularidades’ de aquel lapso, estrechamos lazos de compañerismo, amistad, afecto. Conformamos así un grupo, cuyo núcleo básico lo constituían cuatro mujeres y tres varones, entre las cuales Laura, quien después fuera mi esposa por más de 12 años, era la única que no estudiaba Sociología. Demás está decir que sin los apoyos y contenciones que mutuamente nos brindábamos hubiese sido imposible continuar estudiando en una Facultad que cada día nos recordaba, con ausencias, la anterior presencia de compañeros y profesores.

Amigos y/o parejas, circunstanciales o no, de cada uno de nosotros se sumaban al grupo en actividades y situaciones diversas. En otras palabras, no éramos un grupo cerrado ni pretendíamos serlo. Quizás por eso no nos resultó extraño que César, quien estaba más adelantado en la Carrera y disfrutaba parte de su tiempo libre pescando desde la costa, retornase un atardecer con una brótola y dos corvinas, lo que significaba una cena apetitosa, acompañado de un muchacho, alto como él, rubio de pelo largo, vistiendo jeans y camisa de grafa.

En la cena nos enteramos que se llamaba Oscar, que era técnico electricista o algo por el estilo y que había llegado desde Capital Federal, por un período de tres meses, enviado por la empresa donde trabajaba para hacer la instalación eléctrica de unas oficinas que se abrirían en Mar del Plata. Para nosotros eso era más que suficiente y ninguno sintió la necesidad de indagar más en detalle.  De allí en más Oscar se sumó, casi cotidianamente a nuestro grupo. Entre los varones se instaló la certeza de que dicha constancia en las visitas correspondía a cierto interés por alguna de nuestras compañeras, aunque Oscar parecía no decidirse por ninguna en particular.

El departamento que alquilaba en ese año estaba solo a media cuadra del de César, por lo que compartíamos bastante tiempo juntos. En el barrio funcionaba una panadería cuya particularidad era la venta de ‘facturas de ayer’. Como el precio de las mismas estaba al alcance de nuestros modestísimos ingresos  y  humectadas con unas gotas de agua y calentadas unos minutos al horno recuperaban todo su esplendor, las consumíamos con cierta asiduidad en las tardes de mate o café, charla y lecturas.

Una de esas tardes, estábamos leyendo las últimas páginas de un capítulo, lo que preanunciaba una pausa, cuando sonó el portero eléctrico. Como nos encontrábamos en su departamento atendió César, era Oscar. En décimas de segundos César reunió todos los elementos y en vez de decirle “subí”, le pidió que corriese hasta la panadería, estábamos en pleno horario crítico, con la esperanza de acompañar los mates de la pausa con algunas facturas. A los pocos minutos sonó nuevamente el portero eléctrico, nuestra ansiedad pudo más que cualquier fórmula de cortesía y la pregunta surgió rápida y clara: ‘¿Conseguiste facturas?’, el ‘afirmativo’ que recibimos por respuesta trastocó todas las actividades programadas para esa tarde y pospuso la degustación de facturas para ocasiones más placenteras.

Después de los intentos, para nada convencidos ni convincentes de explicación, Oscar reconoció su pertenencia a los Servicios, que su misión era recabar toda la información posible sobre nuestro grupo, ya que la mera existencia del mismo despertaba dudas y sospechas. Nos aseguró que los informes que había elevado “eran buenos”, razón por la cual podíamos permanecer tranquilos.

Aquella tarde fue la última vez que lo vimos. Demás está decir que lo que menos sentimos en los días subsiguientes fue tranquilidad. Todos habíamos militado o participado en agrupaciones políticas de izquierda o en la JUP, pero no nos habíamos integrado a los grupos que llevaron adelante la lucha armada. Quizás eso fue lo que motivó los ‘buenos informes’ y nos brindó la posibilidad de este relato en estos tiempos”.

El empedrado

“Golpes. Miedo. Hace frío. Este es un invierno duro, un poco más que los anteriores, presagiando tal vez los tiempos que se avecinan en este castigado país. Aquí adentro también hace frío. Golpes. Miedo. Gritos. Silencio. Una radio a todo volumen. Detrás de sus sonidos alcanzo a oír algunos gritos ahogados y la música nuevamente llena el espacio con cualquier canto.

Ha comenzado la tortura para cada uno de nosotros. El miedo tiene la forma concreta del espanto y mientras espero que llegue mi turno, estoy esposado y tirado en el piso frío de este cuarto de la Policía Federal Argentina. Aquí nomás, frente al Hospital de Niños, donde otros gritos anuncian desde la maternidad el nacimiento de otra vida y el llanto de felicidad de una madre que pone fin a una hermosa espera.

Aquí, en esta ciudad con nombre de color; sobre la calle Uriburu cuyo nombre recuerda a José F. Uriburu, primer general que encabezó un Golpe Militar contra el presidente Hipólito Yrigoyen, allá por el año 1930, y que sería el comienzo de una serie de golpes militares que cortaría la historia argentina durante muchos períodos. Esta calle, que como afrenta a los valores democráticos aún conserva el nombre de un militar golpista, separa por pocos metros los gritos de vida y muerte.

“Hospital de Niños”, afirma una señal a mano izquierda. “Policía Federal Argentina”, señala un cartel a mano derecha.

Los gritos son todos de seres humanos. De un lado la vida, estrenando sus primeros pasos, con la esperanza de un mundo desconocido y abriendo sus ojos al sol. Del otro lado la muerte, con sus instrumentos de torturas, golpes, capuchas, esposas, picanas, verdugos…

Abriendo las puertas a patadas, los ojos hacia las sombras de la nada.

¡Qué raros designios tiene la vida para juntar sus extremos! Como mensajes tirados al viento, separados por una calle. De un lado la vida. Del otro la incertidumbre.

El miedo se hace presente en todo su apogeo. Recorre el cuerpo de cada uno de nosotros, se instala a cada lado, junto a la espera del interrogatorio.
Aquí adentro los días parecen eternos. Afuera el inverno está en su apogeo, al igual que el Estado de sitio dictado en noviembre del año pasado.

Agosto sigue su curso. Después de unos días el interrogatorio ha terminado. Los Ford Falcon están listos para llevarnos. El destino anunciado: la cárcel… El trayecto es corto. Cuando estamos por llegar a la Unidad Penitenciaria, se siente otro ruido en el auto. Las gomas del Falcon transitan lentamente el empedrado. Un camino largo con adoquines colocados tiempo atrás, cuando el asfalto no era de uso cotidiano.

El empedrado está acompañado con filas de árboles a ambos costados y allá a lo lejos, la puerta grande de entrada a la cárcel nos espera.

El empedrado… Ese camino largo, que en Azul es tan característico para nombrar la entrada a la Unidad N° 7 del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires, parece no tener fin.
Pero el alfombrado de piedras termina. Mi corazón late fuerte, la cárcel se avecina. No quiero imaginar mis días ahí adentro. Tampoco puedo evitarlos.

Antes de transponer el último rayo de luz en libertad y recibir el primer grito del encierro, me dije: ‘Habrá que nacer cada día con la fuerza poderosa que da el vivir’”.

Si los agarran, por algo será

“Yo trabajaba para la empresa `Juan Gramano´ que, entre otras cosas, había adquirido 125 hectáreas en Pampa de los Guanacos (Santiago del Estero). El 4 de Octubre del ‘76, junto a un compañero administrativo del campo, habíamos ido a hacer un trámite al banco, a Santiago del Estero, y después pasamos por Gancedo a vender postes.
Luego seguimos para Charata. Al llegar, una camioneta Chevrolet roja con personal policial sin identificación, nos intercede el paso. Ahí, sin mediar palabras, nos bajan de los pelos y nos acusan, falsamente, de haber eludido el puesto, nos tiran al piso boca abajo y comenzaron a golpearnos a los costados del cuerpo, para evitar que queden visibles los golpes, salvo el primero que me pisó la cabeza contra el suelo lo que me provocó el quiebre del tabique.

De ahí nos llevaron a la Comisaria del lugar, nos pusieron boca abajo y empezaron a caminar por encima de nosotros, puteándonos y golpeándonos. Recuerdo que uno de los oficiales al mando, me había atado las manos por la espalda y me había hecho correr por el pedregullo. Mientras corría, uno de ellos me puso el pie para que caiga de ‘jeta’, pero tuve la suerte de no caer como ellos querían, una de las tantas.

Luego me llevaron a un vivac del Ejército, escoltado por tres milicos armados. En él, pude cruzar unas palabras con el Jefe, quien me permitió decirle que tenía un hermano oficial-médico con el fin de tener algo de que agarrarme, pues no sabía que podía pasar conmigo. Afortunadamente eso calmo un poco la situación y comenzaron a tratarme algo mejor. Nos trasladaron a la Comisaría de Campo Largo en la cual había muchos más detenidos. Suponíamos que iba a mejorar el trato, pero para nuestra sorpresa comenzaron a golpearnos nuevamente y posteriormente a todos los detenidos los subían a esos “camiones celulares”, los hacían acostar uno arriba del otro, armando una montaña humana para trasladarlos y así, de algún modo, continuar la tortura.

A mí, sorpresivamente, me subieron al asiento trasero de mi auto, atado, con un oficial manejando y otro a mi lado apuntándome con una ametralladora. En ese momento comenzaron las amenazas de muerte, supuestamente me llevaban al monte para fusilarme, pero eso solo fue una manera más de torturarme psicológicamente, ya que terminaron llevándome a la brigada de investigación de Resistencia, Chaco. Cuando entre al lugar, caminamos por un pasillo lleno de detenidos que miraban hacia la pared hasta llegar a una habitación donde me cambiaron las ataduras por esposas y me vendaron los ojos.

El 5 de octubre era mi cumpleaños, así que cumplí mis 26 ‘adentro’. Al parecer, ese día, había llegado una orden de arriba, ya que desde ese momento comenzaron a tratarme más ‘amablemente’ e incluso me llevaron al Hospital para acomodarme la nariz. Sin embargo, aún faltaba la tortura psicológica. Cada cuatro o cinco horas venía un oficial a la oficina donde me habían puesto, solo, separado de todos, a comunicarme que en horas, nada más, saldría libre. Así me tuvieron una semana…

Un día, finalmente llegó la orden de libertad para mi compañero y para mí. Nos devolvieron el auto y nos mandaron a la cárcel de Sanz Peña. Allí preguntamos por el Coronel que nos debía liberar, pero no estaba, lo cual implicó tener que quedarnos adentro dos días más.

Finalmente el Coronel llegó, nos firmó la libertad y nos obligó a presentarnos una vez por mes en el destacamento del Ejército de Resistencia, y nos arengaba a denunciar a algún ‘subversivo’ si nos enterábamos de su existencia. Al volver al campo lo primero que quería, antes de contar algo, era darme un baño, hacia once días que no podía hacerlo.

 A los cuatro o cinco días volví a Alberti, no podía seguir viviendo ahí, cada vez que veía un milico me temblaba todo. Cuando llegué, era el Día de la Madre. Después de almorzar les conté lo que me había pasado a mi familia. Mi papá era de aquellas personas que decían, ‘si los agarran por algo será, algo habrán hecho’. Nunca más, después de eso, lo escuche decir lo mismo”.

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