martes, 10 de septiembre de 2013

Entrevista a Mauricio Kartún

Dramaturgo. Autor de obras como “Chau misterix” “El niño Argentino” y “Salomé de Chacra”. Co- creador y responsable de la carrera de Dramaturgia en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD) Mauricio Kartún recibió a Otro Viento en su casa, con la humildad de los grandes…



¿Cómo fue el primer acercamiento al teatro y a la escritura?
Hay un camino siempre inevitable que es la lectura. Un escritor es en principio un lector degenerado, un lector que pierde su género, su condición y pasa del otro lado. Que de pronto descubre que su disfrute de estado pasivo se convierte en un disfrute en estado activo, es decir que eso que te pasa como lector, que estas conmovido, atrapado, en un tiempo fuera del tiempo, con la sensación que hay un material que trasciende dentro tuyo; se invierte en el proceso de escritura. Todos los que leemos mucho, en algún momento hacemos la prueba, que es un acto íntimo, privado, y por lo tanto siempre más desinhibido. 

 Al teatro llegue por dos caminos complementarios, uno como espectador, mis viejos eran muy teatreros. Empecé a escribir narrativa, y luego por razones de deriva natural hice un curso de dramaturgia, empecé a escribir teatro y lo que descubrí es que era un universo mucho más conmovedor en términos sociales, entre otras cosas, porque no se puede hacer solo. Por entonces corrían los años 70 y la Argentina estaba en un proceso de politización muy poderosa en su juventud y de aquel hermetismo solitario de escribir narrativa a pasar a un grupo, un  grupo que hacia teatro político y ese teatro se representaba inmediatamente, era casi como encontrar milagrosamente el estado de felicidad a partir de la lapicera y el papel.

¿Qué te llevó a dirigir?
Dos factores complementarios, en los 90 colaboré con la dramaturgia de algunos grupos que hacían lo que uno podía llamar una dramaturgia del actor, creación colectiva. Cada vez que trabajaba en estas experiencias sentía que estaba mucho mas implicado que cuando llevaba una obra y la dejaba, porque la relación con los actores era mucho más carnal. La otra razón es una más personal, tuvo que ver con el gusto, con el placer de descubrir que la profesión sola no alcanza, que si no te lleva a un acto de disfrute siempre se vuelve mecánica. Empecé a sentir que mi escritura se estaba mecanizando, que estaba escribiendo un teatro que ya no tenia que ser solamente el que yo quería sino que de alguna manera estaba condenado a tener que gustarle a los directores. Cuando lo descubrí me di cuenta que si seguía me iba a aburrir, entonces el deslinde era “dejo de escribir o encuentro otra manera de vincularme con el teatro” y la otra manera fue dirigir. No me considero un director, sigo insistiendo en que existe una categoría diferente que es el autor que dirige, no es necesariamente un director, un tipo que tiene un gran conocimiento de la resolución de lo escénico sino que trabaja sobre las problemáticas que le plantea su propio texto.
Admiro mucho el oficio del actor, entendiéndolo como aquello que el tiempo y la práctica instalan en el cuerpo de alguien que repite larga y sucesivamente una acción. Esa solvencia que le da esa capacidad de resolver es absolutamente maravillosa. En teatro, el oficio es imprescindible. Cuando consiguen crear sentido, el resultado es milagroso. El espectador en algún lugar de su conciencia tiene claro que eso que está viendo es algo único y cargado de peligro.

Trabajaste como actor…
Vos lo dijiste: trabajé, que no es lo mismo que serlo. Tiene que ver con el oficio. Hay algo que se desnaturaliza del concepto del oficio. Quién actúa no es necesariamente un actor. Actor es aquel que ha pasado al cuerpo esa solvencia y es ahora su cuerpo el que responde, que ha pasado la experiencia y es ahora ella a través del cuerpo la que acciona. Hice de actor por razones viles. En principio fue la única manera que encontré para asistir a un curso de teatro con un tipo que admiraba muchísimo, Augusto Boal. Yo sólo quería escucharlo, aprender su teoría. En la tercera clase Augusto dijo vamos a ver quién quiere pasar, entonces empecé lentamente a caminar para atrás, el cagazo era: me va a elegir, y yo me voy a morir en este mismo momento, le voy a tener que decir: “es un malentendido, estoy acá pero no voy a actuar nunca en mi vida” Y tuve en ese momento una especie de curiosa iluminación, me dije “siento que tengo que escapar para adelante” Y mientras lo pensaba, en estado de resignación comencé a levantar la mano derecha y pasé.

¿Y qué tal la experiencia?
Tremenda y apasionante. Nunca llegué a sentirme actor pero pude usar el rol para acercarme a otras cosas: la dramaturgia y la dirección.
La segunda parte de mi relación con la actuación, golpe militar, llegó la dictadura, tenía un espectáculo montado, trabajaba en una cátedra de historia nacional y popular, colaboraba con Pino Solanas en el guión de su película Los hijos de Fierro y todo eso con el golpe se desmoronó. Necesitaba sobrevivir. Durante esos años hubo una extraordinaria red solidaria en la argentina, implícita, silenciosa, pero de acero, darle la mano al compañero. Así conseguí trabajo en algunas películas. Tenía amigos en SICA, el sindicato cinematográfico, que me empezaron a recomendar para pequeños papeles. Con los años, al regreso de la democracia, apenas volví a estrenar como autor no actué más.

¿Cómo ves a la cultura actualmente?
Me parece que después de muchos años de ninguneo al pensamiento político empiezan a aparecer generaciones completas en las cuales lo ideológico se constituye como un motor y un contexto. Empiezo a ver que a la manera de aquello que había empezado a los 70 y que abortó con el golpe militar, que el pensamiento sobre la realidad, está implícito en el pensamiento creador, cuando esas dos cosas se unen y crean una sola se redondea el círculo virtuoso y el arte toma su verdadera voluntad de pensamiento, abandona un estadío de mero entretenimiento e ingresa en la zona trascendente que es el arte como portador de pensamiento y por lo tanto como portador de cambio. Ante la vieja pregunta en relación a si el arte puede cambiar el mundo o no, suelo ser siempre muy entusiasta y muy enfático en relación a que definitivamente sí, de manera clara y visible. 
El arte cambia al mundo, lo que sucede es que nuestra ansiedad es tan grande que nos lleva a pensar que haciendo cinco obras de teatro vamos a transformar la sociedad en la que vivimos, siendo que el arte cambia el mundo pero por gotas. Y que el mundo es un mar. Lo que puede crear cada artista en toda su vida entra en un vaso. Para que el mundo cambie se necesitan tantos artistas como los necesarios para cambiarle el color a semejante volumen de agua. Es un cambio mínimo y muy gradual, pero por supuesto que cambia. Ha sido siempre el campo en el que los pueblos expresan su realidad y la transmiten. Mi entusiasmo tiene que ver con la esperanza.

Con respecto a la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y la situación política, ¿alguna reflexión?
Ha tenido una extraordinaria virtud, ha conseguido un estado de autonomía que la ha liberado del mayor peso, no del todo pero al menos del mayor, que sobre ella podrían producir las sucesivas gestiones políticas. No puedo dejar de mirarla como una especie de oasis, donde en el marco de las gestiones más conflictivas ha encontrado la posibilidad de cercarse y crear un ecosistema, artístico, ideológico, ético, estético que es de alguna manera lo que le permitió resistir los embates. La formación es de excelencia, es de las más sólidas. Los actores que salen de la EMAD con muy buena formación, con experiencia y mucho conocimiento complementario. Frente al resultado no hay objeción.


Me gusta mucho que en la vida las cosas se confundan, que mi tarea de dramaturgo se confunda con la de director y con la de maestro, que mi trabajo de director se confunda con mi pasión con los objetos viejos. Cuando uno entra en este estado de confusión la vida se vuelve un guiso más saludable, la sensación es que todo el día estas metido en las cosas que te gustan. “El que trabaja de lo que ama cumple el sueño de vivir sin trabajar” y yo desde hace muchos años vivo en este estado ideal, utópico donde a todo lo que hago lo disfruto, y nunca me doy cuenta cuando estoy dejando una cosa por otra porque todo forma parte justamente de ese mismo guiso.

Por Melanie Timpanaro

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