jueves, 25 de abril de 2013

La aristocracia judicial: Justicia por y para pocos

La aristocracia judicial: justicia por y para pocos.

  Finalizaba el 2012 y, en Tucumán, 3 jueces tenían en sus manos el destino de 13 personas y la esperanza de muchos más. Alberto Piedrabuena, Emilio Herrera Molina y Eduardo Romero Lascano, absolvieron a la totalidad de los imputados en la causa por el secuestro y desaparición de Marita Verón en 2002[1]. El repudio a esta sentencia fue generalizado en todos los ámbitos. Se acusó a los jueces de proxenetas, y hasta el mismísimo gobernador de Tucumán se mostró indignado.

  Aprovechando el contexto, desde la dirigencia política tiraron en la mesa, entre otras cartas, al juicio por jurados como alternativa viable para la solución de los problemas que se desarrollan dentro de la urbe judicial.  Desde 1853, nuestra constitución exige la instauración del juicio por jurados en el marco de la estructura judicial. Hace 7 años que rige este sistema en la provincia de Córdoba. Permite que un grupo de ciudadanos diga “si” o “no” ante las pruebas reunidas contra el acusado, reservando el análisis del derecho de fondo y su rectitud, a la erudición de los ilustrados profesionales del derecho con sus cabezas repletas de prejuicios de toda índole (religiosos, étnicos, género, etc.). Agregándose que, según estadísticas del Tribunal Superior de Justicia (2005-2011), 9 de cada 10 sentencias son condenatorias. ¡Qué estadística amigable! ¿No? En el caso de Córdoba, como se ve, no hace más que fomentar el populismo penal, temible producto de la actuación de ciertos sectores de la opinión pública reclamando “seguridad”. Oportunidad que la dirigencia política no quiere perderse y  espera agazapada para desplegar todo el aparato represivo estatal (más pena, nuevas figuras penales, menos derechos, menos garantías, etc.,). Más allá de los posibles beneficios que puede brindarnos el juicios por jurados: más transparencia, más control popular, más dinamismo (ante los sabidos problemas de los eternos procesos penales, padecidos por los cuerpos de más de las tres cuartas partes de los privados de libertad en la provincia de Buenos Aires, cumpliendo prisión preventiva-por las dudas-), resulta sumamente complejo analizar las consecuencias de su aplicación y no parece una alternativa para resolver los problemas en el seno del Poder Judicial.



 La Corte Federal, tribunal más alto del país, en su actual integración, se conforma por siete miembros, propuestos por los distintos gobernantes desde el ’83 y avalados por las diferentes composiciones parlamentarias ¿Se justifica que un grupo de magistrados no electos por la ciudadanía y no sometido a ningún tipo de control estricto ni a alguna ratificación periódica por aquella,  tenga la última palabra frente a todo tipo de colisiones jurídicas fundamentales?

   Allá por octubre de 2011, en Bolivia se desarrolló un experimento al menos innovador. Los ciudadanos bolivianos eligieron a los miembros del Tribunal Superior de Justicia, del Tribunal Constitucional Plurinacional, el Agroambiental y el Consejo de la Magistratura mediante el sufragio. Roberto Gargarella, uno de los constitucionalistas más importantes en la actualidad, manifestó, respecto a la iniciativa boliviana, que “los problemas democráticos de la justicia no pueden resolverse o atacarse siquiera, con la elección democrática de sus miembros”. Tales conflictos tienen que ver, sobre todo, con el ejercicio de la función judicial, y “querer atender a los mismos concentrándose en la selección de los jueces es quedarse en la puerta de entrada del problema”. Asimismo, resultaría contraproducente la elección popular de magistrados como posible solución a su carácter contramayoritario ¿o acaso la democracia se resume en el sufragio periódico? Por último, el jurista destaca que la experiencia fue interesante aunque “el resultado no  fue malo, si no peor”. El gobierno de Evo manipuló la selección de los candidatos judiciales: fueron preseleccionados por un Congreso controlado, en su mayoría, por el oficialismo. Sólo de ahí podían salir los candidatos a disputar bancas judiciales. Las posibilidades reales de que se elija un juez, en principio, crítico con el gobierno eran ínfimas. Y para oscurecer aún más el panorama dicha operación fue acompañada de diversas formas para maniatar la discusión pública, a partir de prohibiciones sobre los candidatos, los ciudadanos, y los medios de comunicación (destaca que, por ejemplo, se prohibió que los medios difundieran información sobre los candidatos).


  Más allá de la, en un principio, interesante apuesta boliviana, el sistema vigente en nuestro país permite que el Poder Judicial (no solo la Corte Suprema) sea una suerte de aristocracia integrada por miembros de una elite privilegiada, donde predominan los postgrados en el exterior o fastuosos prontuarios académicos, despreciándose convicciones y pensamientos críticos a la legalidad reaccionaria o regresiva.. Un abogado graduado con honores de la universidad regional o el más  amigo, más inofensivo o más “tonto” (en palabras de un juez de la Corte Suprema) , se transforma, previa venia política en el Consejo de la Magistratura o en el seno del Poder Legislativo, en juez de tal o cual departamento judicial y por ejemplo, aplica penas perpetuas o deniega derechos fundamentales a las personas que forman parte, en su mayoría, del núcleo más desventajoso de la sociedad sin siquiera haber paseado por helicóptero cerca de un barrio marginal ¿Acaso es necesario haberlo hecho? ¿Un proceso que incluye un examen, un concurso (¿público?) de antecedentes y una entrevista con integrantes del Consejo de la Magistratura, permite la independencia judicial? ¿La construye? Casi. Este sistema termina en un proceso de selección política arbitraria (que puede ser postergado a gusto y piacere si los candidatos no simpatizan demasiado). Y pasada la selección realizada por el Consejo, los nominados forman una terna y la última palabra la tiene el Poder Ejecutivo, cuestión que para nada llama la atención en el marco del presidencialismo ortodoxo.

  La ciudadanía exige participación  directa en el proceso de selección de magistrados, dentro y no solo mediante el Consejo de la Magistratura (órgano incorporado en 1994 a nuestra constitución que, además administra el presupuesto judicial e impone sanciones), integrado por “representantes” (del Ejecutivo,  Legislativo, y Judicial; del ámbito académico y profesional) y las ya corrientes y distinguidas presiones del poder político. Más que un órgano pluralista y democrático parecería, luego de varios años y “reformas” en su funcionamiento, un comité de amigos dónde se distribuye el Poder Judicial. El pueblo es el “pueblo” y no quienes pretenden hablar en su nombre. El primero exige participación, el segundo ya la tiene y la ha desaprovechado.

  José Massoni, ex juez y ex titular de la Oficina Anticorrupción (1999-2002), autor de “La Justicia y sus secretos”, manifestó que “el valor internalizado en la gran mayoría del cuerpo de operadores de la justicia es que ‘los negros’ (es decir, el populacho que componen todos los que no son ellos mismos, exceptuando a los miembros de la clase media exitosos económicamente), cuando llegan ante sus estrados, en principio, no tienen razón en nada y, si la tienen, no hay que dársela”. Y que “las cosas están organizadas y funcionan de modo tal que las grandes mayorías del país no tienen acceso a la Justicia y que el reducido grupo de privilegiados que accede, no consigue nada -o muy poco-, porque la Justicia demora y generalmente resuelve en contra de los intereses de los más pobres.”[2][3]

  Descripta esta escena, resulta mucho más sencillo para la agencia judicial “resolver” un problema sin conocer, en lo absoluto, al protagonista. Solo se relacionan con un número: el de expediente. Pretenden palpar necesidades pero lo único que manipulan son hojas de papel. Se sacan de encima un escollo, un problema que no le interesa. Y siempre desde un mismo lugar: lejos del damnificado. Como dijo alguien alguna vez, los jueces parecen  estar aislados en una torre de cristal.

   La corporación judicial es una suerte de casta privilegiada. Son vitalicios y gozan de ciertas garantías como la estabilidad en el cargo y la intangibilidad en sus sueldos, previstas para un entorno político y social sustancialmente diferente (su origen se remonta a la constitución estadounidense). Su inamovilidad en el cargo  está fundamentada en “la única garantía verdadera de la independencia de los magistrados judiciales en el desempeño de sus cargos” (leyéndola una y otra vez ese fundamento aparece el juez federal Norberto Oyarbide, funcional a los intereses del menemismo y ahora, paladín de la justicia oficial).  Junto a fiscales y secretarios de juzgados (exceptuando a los bonaerenses), están exentos del impuesto a las ganancias sobre sus remuneraciones a partir de la Acordada 20 de 1996 firmada por la Corte menemista liderada por los nefastos Julio Nazareno y Eduardo Moliné O’ Connor ¿Cómo va a pagar ese tributo un juez de la Corte Federal que supera los ínfimos $60.000 mensuales o un juez federal que percibe más de $25.000? Mientras tanto estando cada vez más cerca de la finalización del año, miles de empleados comienzan a hacer los cálculos para determinar qué parte del aguinaldo terminará yendo realmente a sus bolsillos y cuánto del mismo al Fisco Nacional en concepto de impuesto a las ganancias. Si los trabajadores perciben un salario, los empresarios ganancias y éstos dos pagan este tributo, es sumamente absurdo el privilegio que gozan los jueces y atento contra el principio de igualdad ante la ley. Parece que este año, afortunadamente, entre los proyectos del cuerpo de legisladores oficialistas figura terminar con esta exención. En materia previsional, los magistrados judiciales gozan de jubilaciones $22.353, en promedio, y que, al no existir topes ni al monto de la jubilación ni al de los aportes, el haber más alto supera los  $62.000[4]. Los magistrados y funcionarios judiciales hoy pueden jubilarse a los 60 años –en el régimen general para todos son 65 años–, con 30 de servicio, de los cuales 15 o 20, según fueran continuos o discontinuos, deben desarrollarse en la carrera judicial. [5]

  Aunque la agencia judicial sigue estando compuesta por personas, en su mayoría, de las clases más acomodadas de la sociedad, hay una minoría judicial que surgió en, este último tiempo, de sectores más desaventajados o incluso, provienen de sectores pudientes pero, pudieron transgredir esa barrera de clase para ejercer su función. El reclamo exigiendo la participación de los sectores más vulnerables en la magistratura fue sostenido alguna vez cuando, por ejemplo, se reclamó que en la Corte Suprema se designe por lo menos a alguna mujer. Debería ser ampliada esta oportunidad a algunos miembros provenientes de los principales grupos menos favorecidos de la sociedad[6] (miembros de pueblos originarios, de minorías raciales, etc.,) y más, en un eslabón del poder donde prima el nepotismo (esa desmedida preferencia en contratar a familiares y amigos, construyendo la famosa familia judicial). Si bien la presencia de un sector particular dentro de la estructura jerárquica del Poder Judicial no garantiza el respeto a los derechos de ese grupo, mejora, ampliamente, sus posibilidades.

  Otra característica propia que marca la distancia entre los justiciables y los jueces es el lenguaje. Lo que ocurre habitualmente es que el derecho es escrito, aplicado e interpretado por una elite, empleando un lenguaje inaccesible para las masas, fijando un claro sesgo clasista. De esta manera, hay un sector de la sociedad que no puede entender lo que se le está diciendo. Si la respuesta es injusta, lo más beneficioso es utilizar un lenguaje de estas características: complejo e insondable. Mientras el Derecho se presume conocido por tod*s (un verdadero fraude en la práctica), negarle la posibilidad a la ciudadanía de participar en su producción y posterior aplicación es un absurdo, propio de las  formas elitistas de reflexionar y aplicar el Derecho. Democratizar la justicia no es solo fomentar la elección popular de los magistrados: es superar esa infranqueable barrera de clase y activar la recíproca comunicación entre reclamos ciudadanos y respuestas judiciales. Si el tránsito hacia ese horizonte llamado justicia queda reservado para privilegiad*s, la formación universitaria resulta trascendental para la destrucción de estos obstáculos, activando la real participación de las minorías en la construcción de una sociedad más igualitaria, desde el Derecho.

  Dado este esquema, ¿Qué deberían hacer los jueces? ¿Criminalizar a un Qom[7], condenar la pobreza[8] o rechazar derechos fundamentales protegiendo el presupuesto anual[9]? El juez nunca tiene que olvidarse que es un actor político y debe posicionarse y corregir las injusticias propias que se dan en el proceso político, tomando distancia de esa suerte de casta que pretende defender sus propios intereses. El Poder Judicial tiene que abrirle las puertas al pluralismo y al pensamiento innovador. Es elemental para la concreción de estos ideales, una revolución institucional en el marco vigente que propone la aristocracia judicial, a menos que nuestras intenciones se direccionen a que la justicia quede reservada para unos pocos.

 Proveer de conformidad ¿Será justicia?

Por Aramis Lascano


[1] Recientemente, la comisión de Juicio Político de la Legislatura de Tucumán aceptó el pedido de destitución de los tres jueces. 

[2] Entrevista dada al Diario La Nación, 23 de septiembre de 2007.
[3] Julián Axat, relata en su blog (http://elniniorizoma.wordpress.com) que, conversando con un sastre, éste le manifestó: “en la justicia federal, si vos no sos un tipo elegante, a medida, olvidate que te atienda el juez, o la gente de la mesa de entradas te trate como es debido, se fijan en eso, un buen abogado es un tipo perseguido por un sastre…”.
[4] “Jueces en la mira por jubilaciones de privilegio”, por David Cufré, en Página 12, 4 de enero de 2012
[5] Los obispos y los diplomáticos también se unen a los jueces en el goce de esta jubilación privilegiada, llegándose a pagar, según la ANSES, hasta $112.000 por mes. En el caso de los obispos cobran, en promedio, “el 70 por ciento de la jubilación de los jueces”. 
[6] La experiencia judicial en sociedades cosmopolitas reproducen esta visión. La ciudad canadiense de Quebec, multicultural por excelencia, tiene garantizados tres de los nueve asientos de la Corte Suprema Nacional. La Corte Europea de DD.HH. garantiza que cada miembro de la comunidad tenga una voz real dentro del órgano decisor.
[7] Aunque recientemente la Cámara Federal de Apelaciones de Resistencia, con grandes argumentos democráticos, revocó el procesamiento  de Félix Díaz y su esposa, Amanda Asijak, pertenecientes a la etnia Qom, procesados  y embargados (hasta $300) por el juez federal de Formosa como coautores del delito de entorpecimiento de transporte por vía terrestre previsto y reprimido por el art. 194 del Código Penal, por una manifestación ocurrida en Formosa en 2010.
[8] La Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal  en la causa “G., H.H., s/ recurso de casación” absolvió a un desocupado, que había sido condenado por el titular del Juzgado Nacional en lo Correccional nro. 6 a quince días de prisión en suspenso por haber intentado apoderarse de dos piezas de carne tipo palomita del interior del Supermercado Día de Avenida Cabildo en 2008
[9] La Corte Suprema de Justicia de la Nación en abril pasado, revocó la sentencia del Superior Tribunal de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y, en consecuencia, ordenó al gobierno local que garantice a una madre y su hijo discapacitado, que se encontraban en “situación de calle”, un alojamiento con condiciones edilicias adecuadas en la causa “Q. C., S. Y. c/ Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires s/ amparo”.

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