“Tenemos que unir al trabajador
con la conciencia de la importancia
que tiene el acto creativo que realiza día
a día,
hacer del trabajo algo creador, algo
nuevo.”
Ernesto “Che” Guevara.
En
el mes de mayo se conmemora el “Día internacional del trabajador” (¿y la
trabajadora?), motivo que lleva a reflexionar: ¿Qué es el trabajo? ¿Qué lugar
ocupa en nuestras vidas? Si bien cada día de trabajo debería ser una actividad
grata y placentera, se presenta mayormente como una obligación, como una tarea
tediosa que se debe realizar por el simple hecho de llevar a casa el “pan de
cada día”.
El
trabajo está en la agenda social y es el protagonista de la mayor parte de la
vida de las personas. En la calle, en los medios de comunicación, en casa,
siempre está presente el empleo, el salario, los problemas sindicales, entre
otros. Ahora bien, ¿Qué lo hace tan importante? El hecho de que el trabajo es una condición
indispensable de la vida humana, es el proceso por el cual las personas se
organizan socialmente.
En
la teoría marxista el trabajo ocupa un lugar privilegiado. Históricamente las
personas tuvieron que interactuar con la naturaleza y con sus semejantes en
relaciones sociales para satisfacer sus necesidades. Tal es así, que el curso
de la historia se desarrolló en este hacer creador y transformador de la
actividad humana, por eso el trabajo es para Marx el primer hecho histórico.
El
trabajo desarrolla las capacidades físicas y creativas de las personas. A su
vez da lugar a las relaciones sociales ya que no se produce aisladamente sino
que se interactúa constantemente con otros individuos. Son las condiciones del
sistema capitalista las que llevan a que el trabajo se viva como una actividad
desgastante.
Muchas/os
analistas quieren hacerle creer al mundo que el marxismo ha muerto, que su método
científico “ha pasado de moda”. Vale aclarar que el trabajo que Marx analiza no
es un trabajo “prehistórico”. Pensar al trabajador sólo como aquel que usa
mameluco y que trabaja en una fábrica de principios del siglo XX es erróneo. El trabajo interpela a todas/os, desde el que produce
con sus manos un determinado objeto, hasta los miles de trabajadoras/es
administrativos, intelectuales, entre otros. Todo nuestro alrededor está
formado por trabajo humano.
¿Por
qué si el trabajo es creador, transformador, generador de relaciones sociales y
sustento último de una sociedad, hay tanta gente empeñada en esconder estas
cuestiones? Porque siendo funcionales al sistema, diversas explicaciones, tanto
económicas como sociológicas, se ocupan de que las personas crean que todo va
bien, que la realidad es así y no existe otra, ni se puede transformar.
Por
mencionar un ejemplo, todas las teorías dictadas en cualquier curso de economía
responden a un supuesto implícito, que se toma como dado sin cuestionamiento
alguno. La economía “oficial”, es decir la neo-liberal, sostiene como concepto
fundamental a la teoría subjetiva del valor.
¿YO pago lo que quiero?
¿Cómo
afecta esta teoría a nuestra realidad? En el sistema social de producción que
rige en la actualidad (capitalismo para algún/a desprevenido/a) el valor de
cambio[1] de un bien se impone en el mercado por la
utilidad que nos genera a nosotras/os consumidoras/es adquirirlo. Y… ¿qué es
esto de la utilidad? La
utilidad se define como la medida de satisfacción de nuestras necesidades. Es
decir que, este valor que le damos al bien responde a nuestro deseo de
poseerlo, y esto es, ni más ni menos, que su valor de uso.
Llevando
todo esto a un ejemplo concreto, no representa la misma utilidad un vaso de
agua potable para una persona que vive a la vera de un arroyo contaminado en la
periferia de una gran ciudad, que para una persona que tiene una canilla con
agua corriente al lado. En el primer caso, el valor de uso que posee ese vaso
de agua para la persona es enorme, por lo cual pagaría lo que no tiene para
obtenerlo. En el segundo caso, el valor de uso no tendría mucha relevancia para
la persona, ya que la misma podría servirse cuantos vasos quisiera.
O
sea que, esta idea del sujeto como determinante del valor, implica una
abstracción sumamente exagerada y un gran bache en la teoría (adrede, por
supuesto), que no se cierra por ningún lado ¿Por qué? Porque el deseo y la
utilidad que la posesión del bien genera a la persona son cuestiones
subjetivas, prácticamente imposibles de medir; y en el caso de que fueran
medibles, estas “cuestiones” no serían iguales para todas/os.
Aquí
radica el problema: ¿cómo es que el deseo, que no es el mismo para todas/os, ni
se puede medir, determina el precio[2]
de un bien? En este caso se estaría saliendo del complejo mundo de la economía,
para adentrarse en el mundo de la psicología. La economía más ortodoxa,
defensora de estas subjetividades, ni cargo se hace de los problemas en cuanto
a la medición que las mismas generan. Y para hacer frente a estos problemas, podemos
remitirnos nuevamente a nuestro viejo y querido Carlos (no precisamente Carlos
Saúl).
Vos pagás lo que yo trabajo (y un
plus…)
Marx,
ubicado dentro de la corriente de la economía clásica, sostiene como Smith y Ricardo,
que el trabajo es el que realmente genera valor. Es importante tener muy
presente esto último. Para
Marx el trabajo es lo único que genera valor, y su teoría del valor-trabajo es
el fundamento principal de su explicación del origen del plusvalor, y por
consiguiente, el sustento a la crítica del modo de producción capitalista.
Antes
de seguir con esto, es conveniente mencionar ciertos puntos: una mercancía
tiene un valor de uso, que hace que alguien la quiera poseer. Según la teoría
subjetiva, el deseo es el que impone el valor de cambio de los bienes en el
mercado.
¿Qué
dice Marx a todo esto? Que las mercancías deben necesariamente tener una
utilidad para alguien, puesto que de lo contrario, nadie la compraría. Pero no
encuentra razón alguna para fundamentar que el valor de uso determine el valor
de cambio. Precisamente porque él cree que al ser diversos los valores de uso
de las diferentes mercancías, y teniendo en cuenta que es necesario que esas
mercancías se intercambien, las mismas deben tener algo en común, algo que las
haga comparables y objetivamente medibles.
La
pregunta que cabe hacerse entonces es, ¿qué es eso que tienen todas las mercancías en común?
¡Sí, el trabajo! El trabajo (abstracto, es decir, gasto humano de energía) le
da valor a las mercancías, y además es medible. Se puede medir en horas de
trabajo, en tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción.
Entonces, el trabajo humano incorporado en las mercancías es el que finalmente,
según Marx, le agrega valor.
De
esta manera, ¿por qué si Marx encontró ese “algo” que tienen en común las
mercancías, ese “algo” que las hace comparables, ese “algo” que es por demás
objetivo y medible? ¿Por qué hay una “secta” de economistas que se empeñan en
“hacer las cosas más difíciles” y pretenden medir algo tan subjetivo como la
utilidad? Porque hay un interés en juego: el interés del capitalista.
Este/a
último, en su rol de empleador/a de la masa asalariada, necesita esconder la
extracción de la plusvalía, esa parte del trabajo que no va a ser remunerada y
que va ir a parar directamente a su bolsillo acumulador. ¿Qué mejor que
economistas amigos/as para esconder esa parte de la torta? Y claro, teniendo en cuenta todo esto, ¿cómo
vas a ir contento al laburo si una parte del valor generado por tus horas
trabajadas se la queda el/la dueño/a y señor/a del capital?
¡Que aburrido es mi trabajo!
Seguramente,
esta expresión concuerda con el pensamiento de más de una persona. Ahora bien, si uno se encuentra infeliz
realizando su trabajo, ¿realmente está trabajando? Según los conceptos
esbozados anteriormente, la respuesta sería no, porque con el término trabajo
no se habla meramente de la actividad física del ser humano, sino de una
actividad que a la vez lo realice como tal.
Si
esto no sucede la persona no estaría trabajando, sino que estaría siendo empleada.
Esto último surge a partir de una relación contractual (tácita o no), en la que
una persona debe poner en venta su fuerza de trabajo a cambio de dinero.
Mientras que al hablar de trabajo, no serían necesarias estas condiciones, sino
que bastaría con la actividad transformadora del ser humano y la satisfacción
personal que esto le generaría.
Entonces,
una persona puede tener un empleo, obtener un buen sueldo, estar “en blanco”,
tener obra social, etc., pero puede que no trabaje ni un poquito durante toda la
jornada, sino que sólo ofrezca su fuerza de trabajo. Cabe la pregunta entonces,
¿por qué se suelen usar como sinónimos ambos conceptos? ¿De dónde surge tal
confusión?
Yo vengo a ofrecer mi fuerza de
trabajo
Las
personas que tienen un empleo que se condice con su vocación, que le permite
utilizar sus habilidades y destrezas, son las que generan la asimilación (y de
ahí la confusión) entre trabajo y empleo. Por lo tanto, un carpintero estará
trabajando en la medida que realice muebles y un maestro lo hará en los
momentos en que dicte clases a sus alumnos.
¿Pero
qué sucede cuando la brecha entre trabajo y empleo aumenta? Erróneamente,
muchos dirán que su “trabajo” (situación de empleo) es estresante, que le
“quema la cabeza”, etc., problemas producidos por la alienación que se genera
en el lugar donde se emplea el individuo.
Esta
alienación nos remite a las situaciones donde el ritmo de trabajo es impuesto
por otro, es ajeno a la persona… ¿Impuesto por quién? En principio por su jefa/e
(quien también es un/a empleado/a), este a la vez por el suyo, y así
sucesivamente siguiendo una línea jerárquica hasta llegar a quien posee los
medios de producción, tanto en el sector público como en el privado.
Marx
se refiere a la alienación justamente como la “explotación del hombre por el hombre”, donde la clase oprimida debe
ofrecer su fuerza de trabajo y dejarla a disposición de la burguesía, quien
ostenta los medios de producción. Es el mismo sistema capitalista quien con los años ha deshumanizado el
concepto de trabajo, convirtiendo al individuo (y a su fuerza de trabajo) en
una mera herramienta, en una mercancía, utilizada para acrecentar sus imperios.
El individuo no es valorado como agente creador y trasformador, y lo que
produce le es ajeno ya que no le pertenece sino a su patrón.
Hasta
el día en que te avisan que envejeciste, que perdiste productividad y te
declaran obsoleto porque ya no servís más, pensás que sos parte insustituible
del andamiaje del sistema. Ahora, cuando se te anuncia el despido, apartándote
de la actividad como a cualquier otra herramienta que quedó en desuso, te das
cuenta que en realidad sos un elemento más de la producción.
Vale
mencionar, como contraejemplo, que existen las cooperativas de trabajo y tantos
otros proyectos autogestivos, donde sus miembros están atados por lazos de
solidaridad, y el trabajo de cada uno contribuye al crecimiento del conjunto, no
sólo a los bolsillos de una persona.
Develar
qué es el trabajo para las personas ha de ser una tarea muy compleja. El
sistema capitalista nos engaña ocultando el proceso creador y fundamental de
los seres humanos, transformándolo en una
actividad mecánica e inhumana. En palabras del Che: “El trabajo es una necesidad, un premio en algunos casos, un
instrumento de educación y formación en otros, pero jamás un castigo”.
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