Publicación editada por el Colectivo de Abogadxs Populares "La Ciega" y el MIU -Movimiento Independiente Universitario
A lo largo de la historia en las sociedades siempre existió un
antagonismo entre clases sociales, donde una prevaleció sobre la otra,
imponiendo y dominando con sus ideas, sus valores y, por lo tanto, su derecho.
De esa forma, mientras el
derecho penal se presenta común a toda la sociedad, una de las clases es la que
sufre su persecución: esta es, no casualmente, la clase oprimida.
Si bien, los tipos penales se presentan como neutros, pretendiendo
defender intereses generales o de toda la sociedad, se ve como el ejercicio del
poder punitivo se realiza para defender los intereses de la clase dominante:
herejes y brujas en la edad media, anarquistas y socialistas a principios del
siglo XX, subversivos/as o comunistas en la segunda mitad de ese siglo,
terroristas hoy en día, todos/as, de alguna u
otra forma han sufrido o sufren la persecución del poder punitivo. Así, como los
herejes ponían en peligro el poder de la iglesia católica, anarquistas,
socialistas, comunistas y terroristas han puesto (y lo continúan haciendo) en
peligro las bases ideológicas y políticas del sistema capitalista.
A sabiendas que las persecuciones de este tipo continúan,
criminalizando y estigmatizando a todo aquel que se organice contra el sistema
(un ejemplo es la sanción de la Ley Antiterrorista en nuestro país, que permite
criminalizar directamente la protesta social),
en el capitalismo la persecución no se reduce a lo político -
ideológico, sino que se construye sobre la existencia de un bien principalmente
económico como lo es la propiedad privada. Es así que el enemigo/a que elige el poder punitivo es
aquel que comete delitos contra la propiedad privada.
Por lo tanto, en la defensa de estas desiguales condiciones
estructurales, en la perpetuación de la dominación de una clase sobre otra, en
definitiva, en el mantenimiento del status quo, el derecho penal encuentra
su principal función.
Como se ve, a través del poder punitivo, el Estado es quien legitima
este tipo de relaciones sociales. Una vez dictadas las normas por el poder
legislativo, la selectividad “secundaria” es ejecutada concretamente por la
policía, quien lleva adelante el control social más duro, persiguiendo
directamente a los sectores populares. En este sentido, la policía, cuyos
miembros pertenecen en general a los mismos sectores que los perseguidos, es
entrenada y adiestrada para cumplir las reglas internas de la institución, y
para llevar adelante sin reparos este control sobre los/as más vulnerables.
Pero la policía no se encuentra sola en todo esto. Opera conjuntamente con el poder judicial, cuyos
magistrados, no es de extrañar, pertenecen a las
clases dominantes (con las inmunidades que se le otorgan y los altísimos
sueldos), ejecutando, asimismo, la selectividad referida en lugar de
proteger los derechos y garantías de la población toda.
En este contexto y avalado por un fuerte discurso de los medios masivos
de comunicación, se genera en toda la sociedad una representación del/a
“delincuente/a”, queriendo mostrar a quien delinque como un/a enemigo/a. De
esta manera, se forma una perfecta imagen de chivo expiatorio, pasando de
ser víctimas del sistema a culpables de la mayoría de los problemas sociales
existentes y canalizando todo el odio social hacia ellos/as, sin ver ni mostrar
la verdadera realidad de los conflictos.
Así, se ayuda a construir permanentemente el discurso de la
inseguridad, de que es necesaria más policía, de que “la gente vive con miedo”,
generando realmente una paranoia colectiva y aun yendo más lejos, muchas veces
provocando efecto domino en ciertos ilícitos. Esto se traduce en pedidos por
parte de determinados sectores de mayor criminalización, mayores penas y, en
definitiva, más mano dura, aún cuando se encuentra claramente demostrado que el
aumento de penas no disminuye los índices delictivos.
La solución a que arriban estos razonamientos es siempre la misma: “el encierro
en la cárcel”.
Un panorama carcelario
Hasta el más mínimo análisis muestra que la cárcel como
respuesta represiva no soluciona ni previene ningún conflicto, sino que, por el
contrario, lo dilata y lo profundiza. Incluso aún cuando confiemos en el pretendido discurso “resocializador”
de la pena, la cárcel no es (ni puede ser nunca) una institución acorde a esos
fines. La persona permanece en condiciones de encierro, aislado de la sociedad,
con un mínimo contacto con su familia y seres queridos, degradado y violentado
por el propio Estado.
En las cárceles de nuestra provincia, esto se evidencia claramente al
ver las cifras que la Comisión Provincial por la Memoria difundió, en su
informe anual. Ocurrieron 10.458 hechos
violentos entre presos/as informados por el Servicio Penitenciario Bonaerense,
lo que representa un promedio de 28,6 casos por día y un incremento del 31% en
relación a 2010, sin contemplar la violencia de los agentes penitenciarios
sobre las personas detenidas (aun cuando muchas veces estos hechos se dan con
la complacencia del Servicio). Según el citado informe, en 2011 se registró un
promedio de una muerte cada 3 días en las unidades penitenciarias bonaerenses.
Aquí vuelve a verse la complicidad del aparato judicial, que mira para otro
lado y no investiga estos hechos, permitiendo además que el detenido que se
anime a denunciar sufra como respuesta una ola de violencia institucional, con
represalias por parte del Servicio que no hacen más que profundizar la
impunidad. Y aún más,
todo esto se da en un contexto de superpoblación carcelaria (según el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)
hasta diciembre de 2011, había alrededor de 19.000 plazas para 27.991
personas detenidas en las cárceles de la provincia de Buenos Aires.
A pesar de ello, la política de la dirigencia provincial, mediante su Ministro
de Seguridad Casal, funcionario del Servicio
Penitenciario provincial durante la última dictadura militar, continúa siendo
el encierro sistemático de los sectores populares.
Y así como existe toda una construcción discursiva a nivel social que
permite encarcelarlos sin mayores reparos, esas mismas construcciones son las
que permiten que las cárceles sean lugares dónde se pretende la desaparición de
toda clase de derechos. A las personas detenidas no sólo se las priva del derecho
a la libertad ambulatoria (el único del que autorizadamente podría privar la
cárcel), sino que esta institución punitiva se encarga de arrebatarles muchos
otros.
En conclusión, entendemos que la realidad carcelaria se encuentra
íntimamente ligada al desarrollo clasista del poder punitivo. En un sistema
capitalista, donde existen clases antagónicas y el ejercicio del poder punitivo
se direcciona, casi con exclusividad, sobre la
clase oprimida, ésta se convierte en el principal
componente de las “cárceles de la miseria“: el necesario final de un
sistema penal construido sobre la base de la opresión y la dominación de una
clase sobre otra.
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