Pongamos esta idea: la única soledad tolerable, la única que puede ser
llamada buena y disfrutable, es aquella que puede ser interrumpidaen algún
momento. Ni el más sabio de los sabios, ni el más Zaratustra de los Zaratustras,
podría vivir en la soledad eterna, aún si dispusiera de los pensamientos más
excelsos para regocijarse en su salsa intelectual. Un día Zaratustra bajó de la
montaña.
A un problema tal llega
Aristóteles en su Ética a Nicómaco (E.N). El camino trazado desde la pregunta
por la felicidad humana que llevó a un profundo análisis de las virtudes nos
guió finalmente a una especie de encrucijada: pues la virtud más alta parece
ser la del sabio en el pleno ejercicio de su racionalidad, en la contemplación
de las “cosas divinas”. Pero los dioses, como bien lo refrendaría Epicuro
tiempo después, no necesitan de nada,
son autosuficientes, autárquicos. Luego, ¿el hombre sabio, para ser feliz,
necesita de amigos?
Se comprende mejor el problema si
aclaramos un poco. Los libros VIII y IX de la E.N estuvieron dedicados a la amistad como una virtud o como algo
muy cercano a ella. Porque nadie querría poseer todos los bienes si no tuviera
amigos, porque algunas virtudes necesitan de algún otro sobre el cual ponerse
en acto, llevarse a la práctica como quien dice. Es decir, primero, si tengo la
“virtud”de tocar la guitarra, pero de hecho no la toco ¿soy músico?
Probablemente no. Aunque ese talento lo puedo ejercer en soledad (quedaría
abierta la pregunta por el sentido de ejecutar música sólo para uno mismo)Algo
similar sucederá con los amigos, si la amistad consiste en hacerle y desearle
el bien al otro ¿cómo ejercer esta virtud en soledad? Si dispongo de bienes
externos (una casa, un jardín excelso, una heladera llena de embutidos) pero no
tengo a quién ofrecer estos bienes, con quién compartirlos, ¿podré ser feliz?
Hay una tensión clara entre la autonomía completa y la relación con los otros,
conflicto que los enamorados conocen como nadie.
“Amistad” es la traducción latina del vocablo griego “philia” y por lo
general se distingue (aunque Aristóteles no lo hace que yo sepa) de eros (amor sexual) y de agape(amor divino). Todos estos vocablos
se emplean para indicar una cierta inclinación, una cierta afición, un afecto
por un objeto (entendamos objeto en su relación con un sujeto, en sentido
filosófico). Digamos mejor: indican un cierto tipo de afecto por otro. Nuestro idioma recoge esta
idea en el modo de un sufijo como en “germano-filia”, a veces de un prefijo
“fila-telia” o “filo-sofía”.
El rigor en estos temas es más
bien modesto, pues no estamos versando sobre geometría o matemática, sino
atendiendo a lo más íntimo, quizás también a lo más confuso que existe en el
cosmos: las relaciones entre personas. Una primera distinción nos servirá de
guía: las philíasse clasifican según
el motivo de su amor. La philia es un
cierto tipo de amor, pues en ella hay un deseo de algo “amable”, de algo que
presenta una característica que nos atrae.
Para Aristóteles podemos amar: lo útil, lo agradable o lo bueno. De
allí se derivan tres tipos de amistades, emparentadas pero no iguales. Como
siempre, lo que importa de la acción es el objetivo (telos). Cuando el fin es lo útil, buscamos en el otro una
utilidad, así es que puedo hacerme “amigo” de quien me lleva todos los días al
trabajo en su auto. Cuando lo que se busca es lo agradable, el placer es el fin
del vínculo. Aristóteles nota que esta es la causa de las amistades sobre todo
entre los más jóvenes: quizás me haga amigo de gente que conocí en una fiesta,
o en unas vacaciones. Pero cuando el motivo de la unión es “lo bueno” la
cuestión es diferente, pues lo que se busca como objetivo es el bien del otro,
el bien de mi amigo. El motivo de esta philía es el carácter de la otra
persona, y no otra cosa. Es una especie de fin en sí mismo.
Es interesante notar por qué sólo la amistad motivada en el carácter es
la que merece en verdad el nombre de “amistad” para Aristóteles.Éste es el tipo
de vínculo más difícil de disolver, el más perdurable, pues está basado en la
característica más sólida del otro: su carácter. Para forjar un carácter se
requiere de una elección sostenida en el tiempo, de un cierto hábito electivo.
No llamaremos “bueno” al que ayudó al amigo una vez que lo necesitó y nunca
más, lo llamaremos bueno si estuvo ahí cada una de esas veces. No es buen
gobernante el que impartió justicia una vez y mil veces se enriqueció de manera
ilícita, etc. Sabemos que por su modo de
ser, siempre podemos contar con ciertos amigos.
En cambio, los otros dos tipos de
amistad que encuentran su base en el placer o la utilidad son los menos seguros,
pues lo placentero y lo útil son de lo más mudable, de lo más circunstancial.
Cuando cambie de trabajo, mi “amigo” ya no me servirá en función de su auto, o
cuando las vacaciones terminen o el placer que me reportaba el otro se acabe
(cuando se terminen “los años mozos”) ¿qué quedará de la relación del amante
con el amado? “Amigo” será sólo aquél al que le deseo el bien por el bien
mismo, por su propio bien y a partir de su carácter[1]
(que probablemente será parecido al mío, sobre todo si tomamos al pie la
definición del amigo como “otro yo” que el estagirita nos da a la pasada).
Entre las condiciones de la
verdadera amistad encontramos que, según el filósofo, no pueden faltar: la
reciprocidad (la amistad se da entre iguales, y los amigos se complacen en el
éxito y se conduelen en el fracaso del otro); el conocimiento del otro de mi
predisposición hacia él (no puedo ser amigo de quien ignora mi estima, por
ejemplo cuando idolatro a una estrella televisiva); la frecuencia en el trato,
componente esencial pues “nada hay tan
propio entre los amigos como la convivencia”. Esto no quiere decir que necesariamente
debamos compartir el mismo techo, pero sí que exista cierta asiduidad en el
trato (la cantidad de tiempo claro, no es pasible en estos temas de medida
aritmética). “Porque las distancias no rompen sin más la amistad, pero si la
ausencia se prolonga parece que también se olvida la amistad”. ¿Qué diría
Aristóteles de esa frase tan común como vacía “no nos vemos nunca, pero cuando nos vemos es como si no hubiera pasado
el tiempo”?
Dijimos que con frecuencia se distingue la philíadel eros y de agape, siendo el segundo vocablo el que
hoy reservamos para la relación que llamamos “amorosa”.Pero pensémoslo
detenidamente: ¿no son las condiciones de la philiatodas y cada una condiciones que buscamos también para
sostener al otro del amor? ¿No lx estimamxs por su carácter antes que por
el placer o la utilidad que nos reporta? ¿No lx consideramos un igual (aunque
quizás no otro yo, sí una suerte de espejo donde vemos virtudes y defectos que
sirven para mejorarnos mutuamente)? ¿No esperamos tener con él o ella cierta
frecuencia en el trato, y nos sobreviene muchas veces la idea de compartir un
mismo techo? ¿Y no buscamos, quizás vanamente, cierta reciprocidad y cierta
equidad en el trato que de verse afectada amenaza a la relación misma? ¿Será la
única diferencia entre un amigo y nuestro amadx la intimidad sexual?
Qué decir si agregamos la idea
aristotélica de que “es imposible ser
amigo verdadero de muchos”, porque es muy difícil amar a muchos a la misma
vez (sobre todo por el tiempo que requiere el sostén de una relación real). Si
hemos propuesto una idea sólida sobre la similitud que existe entre la philiay eros, tiene sentido que resuene claramente ahora el eco del
reproche entre los amantes “necesito tiempo
para ver a mis amigxs también”.
Muchas preguntas quedan abiertas mientras nos hundimos todos los días
en el caos de las pasiones y nos vemos obligados, a cada despertar, a seguir
existiendo, a seguir eligiendo la forma que adoptará nuestro propio ser, sin
tener mucha idea al fin de lo que estamos haciendo en relación al otro.
Por Enrique A Rodríguez.
[1]Claro que también existe la posibilidad de
que el carácter del otro cambie, como cuando un amigo crece y el otro conserva
mentalidad de adolescente, se pregunta Aristóteles si entonces podemos seguir
diciendo que se mantiene la amistad en esas condiciones.
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