A
veces uno querría que habitar el mundo fuese más fácil: los buenos de este
lado, los malos del otro, unos libros que nos muestren algunos principios del
obrar recto (un “knowhow” de la vida); la oportunidad de poner en práctica eso
que se aprendió y finalmente el acomodamiento por decantación de cada uno en su
lugar. Tal vez por eso tengamos una religión que premia las almas buenas y
condena a las pecaminosas; o un arco político dividido milimétricamente de
izquierda a derecha, comenzando por los justos, pasando por los blandos y
llegando hasta los impíos; arrancando desde los santos, pasando por el
purgatorio y descendiendo hasta los infiernos[1].
Los finales de muchas películas –y a veces sus tramas completas- nos seducen
con el mismo artilugio, y después de haberlas mirado hasta el final presentamos
nuestra queja indignada: ¡La vida real no es así!
Erigimos
“tipos ideales”, arquetipos, para inmediatamente olvidar que son ideales y que
los erigimos nosotros mismos. De repente caminamos patas arriba denunciando la
mosca en la sopa con asco de puritano. Cuando pasa esto me arremete una
pregunta ¿Somos en verdad tan libres
como creemos para obrar de otra manera? ¿Conocer “el bien” es en verdad
suficiente para actuar rectamente como lo creía Sócrates[2]?¿O
el hombre es en verdad un animal mucho más complejo en comparación a lo que
cualquier escuela de la vida pueda pretender?
Es
mi idea de hoy que la historia de la ética leída desde el psicoanálisis puede
ayudarnos a comprender mejor esta cuestión. Hay una experiencia que invade la
vida del neurótico de continuo –y somos muchos los soldados de ese ejército-:
si es que quiero lo mejor para mí, porque cualquiera en su sano juicio desea lo
que es bueno para sí ¿Cómo puede ser que muchas veces termine haciendo lo mismo que no me satisfizoen el pasado?
Nunca estamos tan lejos de lo cotidiano como creemos, se trata del proverbio
“sólo el hombre tropieza dos veces con la misma piedra”.
Como
sucede con el ochenta por ciento de las ramas de la filosofía, la ética fue
inaugurada por Aristóteles. Con él comienza la reflexión sistemática sobre “lo
bueno”, sobre “El Bien”. Según entendamos este vocablo, perteneceremos a una u
otra escuela ética, pero lo que es más importante para la rama práctica de la
filosofía por antonomasia: actuaremos y organizaremos nuestra vida de una forma
y no de otra.
La
historia comienza de modo razonable y prometedor, un filósofo vierte a la
teoría un dato de la experiencia humana, todo hombre en su sano juicio desea
ser feliz. Si aceptamos que la felicidad puede ser el fin, el objetivo de la
vida del hombre sobre la tierra, aceptamos también que haremos lo necesario
para alcanzar tal fin. No será complicado tampoco conceder que la felicidad es
algo “bueno”, que es “El Bien” y que, si la felicidad y el fin coinciden, luego
el fin (el objetivo) deberá ser también “bueno”. Sin embargo, todavía no
sabemos en qué consiste ese “bien” que todos desean por igual, tenemos apenas
una declaración de intenciones.
La astucia de Aristóteles estará en
identificar “lo bueno” con diferentes “funciones”. ¿Cuándo decimos que un
cuchillo “es bueno”? Cuando sirve para cortar: algo es bueno cuando cumple con
su función específica. “¿Cuál es el
bien del hombre?” será entonces una pregunta que coincida necesariamente con
“¿Cuál es la función específica del hombre?”.
No
necesitamos desarrollar acá todos los razonamientos que sostienen la conclusión
que sólo enunciaremos: la función del hombre será actuar conforme a la mejor
parte de su alma (la razón). El hombre feliz es el hombre prudente, es aquel
que sabe cómo obrar porque conoce “el bien” y que además, dato no menor,
subordina sus “partes inferiores” –casi literalmente inferiores- a las
superiores.
El
hombre feliz es un gobernante del cuerpo, de lo irracional, un domador de
deseos y que “sabe complacerse y dolerse como es debido”. Tomemos esto como
punto fundamental de la ética aristotélica: el hombre feliz es alguien que
observa cierta disciplina respecto de sus deseos, que los somete a critica, los
ordena y elige entre ellos, desechando los que poco valen y abrazando lo mejor.
Que practica la virtud (la excelencia en
lo propio, y esto no es más que obrar conforme a razón) pero que sin embargo
aún puede sentir placer y de hecho lo
hace.
Si
bien la felicidad y el placer no coinciden punto a punto en Aristóteles –no
estamos frente a una ética hedonista como sería el caso de Epicuro de Samos por
ejemplo- es totalmente correcto decir que el hombre feliz, el prudente, el que
obra bien porque conoce El Bien Supremo, ése siente placer (hedoné).El placer es cosa que siempre
acompaña al virtuoso, porque obrar bien siempre es placentero.
Dos
mil años después llega un pequeño y bastante feo profesor de filosofía de un
ignoto pueblo alemán a patear el tablero. Se llama Immanuel Kant y sostiene que
“el bien” “lo bueno” puede producir placer en un hombre, pero que este placer
es tan singular y particular en cada uno que resultaría imposible que fuera
compartido por todos por igual. Luego, no hay posibilidad de que todos sean
felices de la misma manera, de una
manera universal al modo aristotélico. Si bien esta idea es algo discutible, la
concepción aristotélica de una “función propia del hombre” nos lleva a pensar que
sólo se puede ser feliz de una manera:
ejerciendo la virtud, la excelencia humana, la racionalidad etc. Porque “el
bien” es uno solo y por eso se lo ha llamado “el Bien supremo”. Eso es lo que
buscaron los antiguos, y algunos lo encontraron en “la virtud” (Aristóteles),
otros en “el placer” (Epicuro), los cristianos y religiosos en general en Dios.
Pero
Kant también recoge un dato de la experiencia cotidiana, como había hecho
Aristóteles: a mí me gusta el vino tinto, a vos el blanco, y además te parece que
el tinto es horrendo, impropio de cierta clase de hombre. O simplemente no te
gusta en Navidad que en la mesa mezclen jamón con melón y no podés comprender
cómo tu papá lo devora con esa cara de satisfacción.Kant dice algo así como “sobre gustos no hay nada escrito”[3],
y para el caso, la felicidad se vuelve una cuestión de gustos y por eso
comienza a pertenecer al orden de lo
privado.“El bien” en realidad, ha dejado de ser “una cosa”, ha estallado,
se ha multiplicado al infinito.
Ilimitados
son los bienes que pueden elegir los hombres para sí y absolutamente nadie
puede erigirse como juez universal que decida “ese bien que elegiste es el
correcto”, “es mejor tomar vino blanco que tinto”, “la vida del filósofo es más
venturosa que la del albañil”. En un sentido, acotado porque luego se mostrará
todo lo contrario, Kant es un pluralista. Hay algo aquí propio del liberalismo
y de la consolidación del capitalismo: cada cual persiga los fines que desee,
como quiera, y su sentimiento de felicidad sólo dependerá de una sensación
subjetiva, inviolable y sobre la cual nadie puede opinar.
Pero
el truco kantiano está en re-definir el problema, volver a plantearlo, y como
veremos, en volverlo algo distinto de lo que era, revelando involuntariamente una
trama de la cual, ciento cincuenta años más tarde, Freud y Lacan comenzarán a
sospechar.
TEXTO: Enrique A. Rodríguez
IMAGEN: Giya Zabalza y Martín Zinclair
IMAGEN: Giya Zabalza y Martín Zinclair
[1]
Incluso los ateos deseamos comúnmente que los representantes del fascismo
sufran el castigo eterno que asegura el mito cristiano. Es algo que vemos una y
otra vez cuando muere algún torturador o figura importante del proceso
comenzado en el 76.
[2]
La tesis ética socrática resumida sería: “sólo se peca por ignorancia”
[3]Paradójicamente, él mismo le dedicara un
libro entero al problema del “gusto” y a la posibilidad de que exista un
“juicio universal” acerca de lo agradable. Es la Crítica del Juicio.
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