“Queremos ser coherentes con nuestra
pretensión de criar y educar al niño con los valores de la libertad, la
igualdad, la justicia y los derechos humanos, empezando por alterar un orden de
apellidos que nos resulta discriminatorio."
Este testimonio
pertenece a una nota publicada en el diario Página 12, el mes pasado, donde Laura
Vázquez y Gonzalo Bernal, una pareja de City Bell, cuentan por qué y cómo de
ponerle a su hijo primero el apellido de la madre y luego el del padre. A
partir de esta acción, se critica no sólo la Ley de Nombres sino también los
derechos que, legislativamente hablando, se les otorgan a los hombres dentro de
un matrimonio heterosexual.
Las costumbres a
menudo infieren de modo indirecto o en forma más explícita en el sistema
cultural donde las personas se desarrollan. La naturalización de los hábitos
muestra que una sociedad se encierra y no propone un cuestionamiento en el
accionar cotidiano. Todos/as se encuentran aún fuertemente atravesados/as por
una sociedad en que el hombre goza de privilegios que se reflejan, entre uno de
los ámbitos, en el familiar ¿Por qué entonces no replantearnos algo que tenemos
tan cercano y tan asimilado como el hecho de llevar solo el apellido de
nuestros padres?
El tema no es de ahora
Este hecho está
fijado por las leyes de nuestro país y es por ello que es apropiado pensar en
el inicio de dicha cuestión. La génesis de éste sistema, que censura los
derechos de la mujer, se puede remitir al derecho romano donde el pater
familias, la persona física, tenía derecho por sobre la mujer y los niños/as,
tanto en una familia como en una comunidad.
La familia, eje de las relaciones sociales, fue
concebida por la jurisprudencia castellana como constituida por padres e hijos.
Ella, como otra categoría analítica, resulta fundamental para captar la forma
en que los individuos, la unión mediante matrimonio y la transmisión de bienes,
hacían de la reproducción familiar un modo de reproducción social,
especialmente por quienes habían alcanzado una privilegiada posición dentro de
la sociedad y pretendían conservarla.
De modo que la reproducción social de la
familia no solo es considerada como biológica y generacional sino también como
la transmisión de bienes materiales e inmateriales de una familia ya existente
a otras que surgen a partir de ella, es decir, reside en la transferencia del
patrimonio económico y de la identidad concedida por el apellido familiar.
Replantear esto
supone hacer un análisis de la sociedad patriarcal donde hay roles impuestos
que suponen una jerarquía, teniendo en cuenta que si dos individuos que deciden
(o no) tener un hijo, y son dos individuos iguales que tendrán la misma
responsabilidad ¿por qué se le otorgan más derechos al padre?
En Argentina, en
el caso de hijos que sean reconocidos tanto por el padre como por la madre, se
utiliza sólo el apellido del padre quedando el otro como “opcional” tal como lo
establece la Ley de Nombres 18248 en su artículo 4: “A pedido de los progenitores podrá inscribirse el apellido compuesto
del padre o agregarse el de la madre”.
Aquí hay una segunda cuestión a considerar y es el hecho de la expresión
“a pedido”, es decir, no obligatorio.
Al cumplir los 18 años una persona puede solicitar, en el Registro del Estado
Civil, en el caso que no lo tenga, adicionar el apellido de su madre pero
siempre quedando éste en segundo lugar. A su vez, en el artículo siguiente se conserva la misma regla al
establecer que el hijo “extramatrimonial” que es reconocido tanto por la madre
como por el padre, llevará el apellido de éste último.
Quizás muchos se
pregunten cuál es la gran diferencia o qué significación alguna tiene el orden
de los apellidos y lo traslade a su historia personal, a su propio apellido. La
respuesta es: identidad. Cada ser humano
construye su identidad a lo largo de toda su vida y con varios aspectos, desde
su identidad de género, sus gustos, su vocación y sí, su nombre y apellido. El
hecho de que sea obligatorio el apellido del padre marca desde la propia
identidad una jerarquía patriarcal donde
es el ‘jefe de familia’ quien tiene la potestad.
La diputada
Marcela Rodríguez, quien ha luchado por una modificación a la Ley del Nombre
desde hace años pero no ha conseguido que este llegue a diputados, establece en
su proyecto que: “Social y culturalmente,
se ha otorgado al varón el rol de ‘jefe de familia’, lo que legislativamente
significó conferirle ciertos privilegios sobre el régimen matrimonial y sobre
los hijos”, y agrega además que era el hombre el administrador de la
sociedad conyugal, quien tenía la patria potestad exclusiva sobre sus hijos y
que incluso la mujer necesitaba la autorización del marido para contratar o
para disponer sobre sus bienes, entre otras cosas.
Muchas de estas
disposiciones fueron cambiando a lo largo de los años. Por ejemplo, hoy en día
la nueva Ley de Protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la
Violencia contra las Mujeres establece como violencia económica y patrimonial: “La que se dirige a ocasionar menoscabo en
los recursos económicos o patrimoniales de la mujer” a través de no dejarla
disponer de sus bienes o bien limitarlos o controlarlos. Antes, esto era
considerado como una potestad del marido.
Este año Laura Vázquez y Gonzalo Bernal lograron
que su hijo tenga primero el apellido de su madre, misma resolución que
anteriormente se logró en un fallo
del Tribunal Colegiado de Familia 5 de la ciudad de Rosario en el año 2011 que declaró inconstitucional el artículo 4 de la mencionada ley al
estipularlo como “discriminatorio para la
mujer y de carácter meramente costumbrista”, permitiendo que un menor de cuatro
años posea el apellido materno en primer término y el paterno en segundo lugar.
Todos estos hechos ponen en crisis no sólo el
uso del apellido del padre sino lo que ello esconde, lo que ello naturaliza. Ponen el eje en el debate de cómo las leyes
han sido construidas históricamente desde un orden patriarcal que hoy, con toda
la lucha de quienes defienden los derechos de las mujeres, no corresponde a la
realidad. Y tal como se estableció en el ya mencionado fallo de Rosario:
“Un
desarrollo más equitativo y democrático del conjunto de la sociedad requiere la
eliminación de los tratos discriminatorios contra las mujeres, sometidas a condicionantes
que no son causados por la biología, sino por las ideas y prejuicios sociales,
que están entretejidas en el género. Es decir, por el aprendizaje social”.[1]
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