“Me hicieron desnudar y me daban piñas en la
nuca para que no me quedaran marcas. Me dieron patadas en las piernas con las
botas, me torturaron. Me dejaron todo el día desnudo”
Estas palabras
estremecedoras podrían ser parte de un testimonio de un esclavo o un extranjero
en la Antigua Grecia allá por el siglo V a.C.,
cuando la importancia del honor de un ciudadano dividía las pruebas en
"naturales", que se obtenían fácilmente de la palabra del ciudadano,
y “forzadas", que se conseguían de los que no tenían ningún status de
honor o de ciudadanía discernible(extranjeros, esclavos, los que tenían
ocupaciones vergonzosas o aquellos cuya deshonra era reconocida públicamente).
Podría ser también, el testimonio de una
persona sometida a un proceso inquisitorial realizado en la Edad Media, allá por
el siglo XII, siendo la confesión la reina madre de las pruebas. O incluso el
testimonio de un hereje -off the record- luego
de confesar su desviación. O, rozando nuestra memoria, las palabras de un
patológicamente subversivo en la dictadura más sangrienta de nuestra historia,
torturado por un autómata y cobarde represor.
No hay que remontarse tan atrás: es el testimonio de una persona privada
de libertad, en el marco del Registro Nacional de Casos de Tortura presentado
en julio de 2012 por la Procuración Penitenciaria Nacional, el Comité
Provincial por la Memoria y el Grupo de Estudio sobre Sistema Penal y Derechos
Humanos de la UBA. Es el grito de uno de los tantos excluidos, de un
silenciado, de uno de los tantos olvidados por las políticas públicas antes,
durante y después de su encierro.
Durante finales del siglo XVIII y parte del XIX, la tortura decae como
método de probar los delitos, o como tormento, aunque subsistió con mayor o
menor clandestinidad en los países occidentales más avanzados como método
policíaco para obtener confesiones de los “delincuentes”. Con la expansión
colonial de los países europeos se produce un cierto renacimiento de la tortura
como instrumento para descubrir conjuras
y como medio de aterrorizar a las poblaciones colonizadas, mucho más numerosas
que los conquistadores. Llegó a alcanzar su mayor expansión con la aparición
de gobiernos totalitarios anteriores a
la Segunda Guerra Mundial, durante ésta y con las luchas populares contra el
colonialismo de postguerra.
En las décadas posteriores, la tortura se desarrolló ampliamente donde
se dieron las condiciones sociales adecuadas: el dominio y opresión de grandes
masas de población por una minoría equipada con todos los adelantos bélicos y científicos. Esas minorías o bien fueron
extranjeras (como los franceses en Argelia, o los ingleses en Kenia) o bien
oligarquías internas (como el nazismo en Italia, el franquismo en España,
etc.).
En nuestras tierras por su parte, finalizaba mayo en aquel lejano 1813 y
la Asamblea -convocada por el Segundo Triunvirato e integrada por los
distintos representantes de las Provincias Unidas del Río de La Plata- decidía establecer la prohibición del tormento
y la destrucción de los instrumentos de tortura, hasta entonces legítimos en el
proceso penal.
¿Qué ocurre por estos años? Según los resultados del Registro Nacional
de Casos de Tortura (RNCT), en 2011 se registraron 791 casos de torturas y
malos tratos en 21 cárceles del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) y seis
del Servicio Penitenciario Federal (SPF). Si se consideran también las torturas
psicológicas, el CPM presentó, durante 2011, 2.338 acciones judiciales urgentes
que dieron cuenta de 7.018 actos u omisiones violatorias de los derechos
humanos (por aislamiento extremo, golpizas, amenazas de muerte, etc.). Este
fenómeno se oculta, a partir de la ausencia de información consolidada,
respecto de las denuncias que tienen lugar en todos los centros de detención
del país.
Al bajísimo
nivel de denuncia que tienen estas prácticas, hay que sumarle la actitud que
durante mucho tiempo tuvieron jueces y fiscales-y tienen algunos aún-, siendo
cómplices de los autores y sus jefes de este tipo de malas prácticas. Pese a
que muchísimas veces se denunciaron torturas en cárceles y comisarías, el
número de condenas por estos hechos es casi nulo. Una persona privada de la
libertad denuncia, con el suficiente miedo de cualquier torturado, al agente
penitenciario. Se separa al agente y se lo juzga durante varios años y se lo
condena por algunos más. Se traslada al prisionizado a otra unidad carcelaria,
dentro del mismo circuito. Los nuevos custodios de la seguridad penitenciaria
ya saben que él efectuó la denuncia ¿El Estado le garantiza su integridad?
En nuestro país, la tortura no ha dejado de existir nunca, a pesar de
los asambleístas del Año ’13, salvo para la letra muerta de los textos y
declaraciones. La enorme mayoría de la población acepta de manera natural que
en las cárceles no se respetan los derechos. Esa misma mayoría sabe que
intramuros, la tortura es cotidiana y sistemática ¿Cuál es la actitud de estos
sectores? ¿Qué hacen al respecto? Darle
las espaldas al problema, creer que el mundo carcelario es absolutamente ajeno
al desarrollo de su vida, considerar que allí viven los indeseables, los
inadaptados de siempre, los desvinculados del eje de su vida como “ciudadano
honesto” que paga sus impuestos, marcan su pobre proceder. Ignoran que allí
conviven los hijos del neoliberalismo, del sistema excluyente capitalista, los
últimos del eslabón de la sociedad piramidal y si, los malvivientes ¿Quién vive
bien en una cárcel? ¿Qué riesgo corremos como sociedad ante la continuidad
de estos comportamientos?
¿Por qué cada
vez que depositamos nuestra cuota de representación en esa histórica caja
marrón no reflexionamos sobre lo que
ocurre en nuestras cárceles? Como señaló la filósofa Hannah Arendt sobre las
rutinas de la solución final, una vez caído el Tercer Reich: o creemos que toda
la violencia institucional es producto de unas rutinas burocráticas, o asumimos
que no podemos banalizar “el mal” de esa manera y reaccionamos de una vez
evitando quedarnos paralizados.
Estos
comportamientos no deben mantenerse en
un manto de impunidad pero el Estado no debe dejar de asumir sus
responsabilidades políticas. A 30 años de la finalización de la dictadura, y a
200 años de la eliminación legal de la tortura, es responsable inmediato de que
ésta sea una práctica natural del sistema represivo institucional en el
interior y en el exterior de los muros. Ante esta acusación ¿cuál es la
respuesta? Se alude a que la Policía y su aparato represivo se autogobierna, se
autodetermina, como si hubiese un gobierno paralelo y sus “lugares de trabajo”
estén en la periferia política, evadiendo asumir cualquier tipo de
responsabilidad y permitiendo que las cárceles sean tierra de nadie ante la no
intervención.
Submarino seco (poner una bolsa plástica en la
cabeza del preso hasta que su propia respiración lo ahogue)o húmedo (maniatarlo
e introducirlo de cabeza en un tanque con agua salada, orina u otro líquido con
las piernas suspendidas hacia arriba hasta que empieza a ahogarse), picana
eléctrica, “plaf-plaf” (golpes muy fuertes en ambos oídos con las palmas de la
mano), duchas o manguerazos de agua helada para borrar los hematomas,
“pata-pata” (golpes en las plantas de los pies con palos o mangueras),
“chanchito” (obligar a una persona a permanecer en el piso esposada de pies y
manos), “criqueo” (violencia ejercida al llevar el brazo del detenido por atrás
de la espalda hasta la nuca y con fuerza). Estas son algunas de las torturas
habituales en las cárceles que, según el procurador penitenciario federal
Francisco Mugnolo, “se enseñan en las
escuelas penitenciarias”.
El médico es
cómplice alegando frente a estas prácticas que el preso se cayó de la cama o se
autoflageló cuando tiene más de 10 puntos en la cabeza. Nosotros también lo
somos, consintiéndola. Siendo ciegos, sordos y mudos, retrocediendo largamente
en nuestra historia ¿De qué sirvieron doscientos años si no? A la violencia te
acostumbras, al noticiero te acostumbras, a la careta te acostumbras, a la
mentira también te acostumbras entona el quinteto musical Arbolito. A la
tortura nunca, pero nunca, debemos acostumbrarnos.
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