Al momento
de plasmar estas líneas, en varios informativos anuncian con bombos y platillos
la inminente llegada de la XX edición de la Copa Mundial de Fútbol a disputarse
en Brasil, con los ya famosos relojes que marcan días, horas y segundos que
faltan para el comienzo de la ceremonia inaugural. Mientras tanto, otros bombos
se escuchan más fuerte, pero afuera, en las calles donde millones de
brasileñas/os protestan -bajo lemas como el que titula esta nota- por la enorme
inversión en estadios y no en viviendas, por la fuerte represión en las favelas
a manos de la policía y por todo aquello que los grandes medios, empresarios y
gobernantes brasileños tratan de ocultar.
Hace unos
años que Brasil se instaló, gracias a su crecimiento económico, en el “top ten”
de las potencias mundiales. Más precisamente, ocupa el sexto puesto en términos
de Producto Bruto Interno (PBI) nominal, y el séptimo si tenemos en cuenta el
poder adquisitivo del Real (moneda oficial de Brasil), es decir del PBI real
(restada la inflación). A nivel regional, Brasil es la primera economía
latinoamericana y hace unos años que forma parte del BRICS (Brasil, Rusia,
India, China y Sudáfrica), un conjunto de países con características similares,
como por ejemplo su gran caudal de población, las grandes extensiones
territoriales, y lo más importante, el potencial económico.
Pero como
siempre, el crecimiento económico dentro del sistema capitalista no favorece a
toda la población. Inclusive, acrecienta la desigualdad existente, dado que sólo
beneficia a un grupo reducido. Y si en este punto hacemos hincapié, varios
indicadores macroeconómicos muestran un potente avance industrial, pero con una
gran exclusión detrás. La torta de beneficios se agranda, pero las porciones se
las quedan cada vez menos personas.
Antes de
dar cuenta de cualquier tipo de índice o porcentaje, es preciso dejar en claro
que el país vecino tenía al 2013, una población de casi doscientos millones de
personas. ¿Por qué es necesario aclarar esto? Porque los grandes medios de
comunicación hablan de porcentajes como si fueran términos absolutos, y en este
caso algún/a desprevenido/a podría creer que los porcentajes no representan una
parte significativa de la población.
Por poner
un ejemplo, la tasa de analfabetismo en 2012, según datos del Instituto
Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), era del 8,6 %, lo que arroja una
cifra de 15 millones de brasileñas/os que no saben leer ni escribir. La región más
golpeada es la del noreste, el mismo sector que quedó devastado “gracias” al
colonialismo primero, y al imperialismo después.
Por otro
lado, la pobreza y la desigualdad, factores determinantes en este contexto de
descontento social, arrojan datos extremos. El crecimiento desigual de la potencia latinoamericana,
deja de lado a aproximadamente 40 millones de pobres, es decir, casi la misma
cantidad de personas que habitan nuestro país, y el ingreso de la persona más
rica es 87 veces mayor que el de la más pobre.
Si a esto
le sumamos que Brasil ha desacelerado su crecimiento -al igual que toda la
región-, el conflicto social se intensifica hasta que el pueblo revienta, y
sale a la calle a reclamar por sus derechos. Siempre hablando en un contexto en
el que Brasil es sede del Mundial 2014, y va a ser sede de los Juegos Olímpicos
en el 2016, con todos los gastos que estos eventos conllevan.
En un
principio, la inversión total que debía destinarse para el reacondicionamiento
de los estadios y la infraestructura, como rutas, hospedaje turístico, etc.,
superaba los 10 mil millones de dólares. Hoy en día esos costos, precisamente
los destinados a los estadios, han superado ampliamente -un 300%- a lo
presupuestado inicialmente.
¿Se puede dar el lujo de albergar un mundial un
país donde pibas/es se mueren de hambre, donde la vivienda digna es un
privilegio, donde el trabajo infantil alcanza a los 5 millones de menores de
edad, donde las/os jóvenes en general no tienen acceso al sistema educativo, ni
al mercado laboral?
A estos
cuestionamientos, caso omiso. Los conflictos no podrán opacar la fiesta
mundialista, porque si un país tiene la capacidad de organizar un mundial, su
potencial no tiene límites, y su población debe tener una buena calidad de vida.
Y es en este exceso de confianza del gobierno, que se quiere vender una
realidad que no es tal. Por lo menos no para la totalidad de la población
brasileña.
Hay que
salir a ganar… ¡las calles!
Los conflictos no surgen puntualmente por la
organización de este torneo internacional. Desde la Copa de las Confederaciones
que el pueblo ha salido de sus hogares a visibilizar los problemas sociales
presentes. Estos mega-eventos deportivos no son la causa de los problemas pero
sí las manos que destapan la olla de la realidad brasileña.
Las constantes marchas han tenido en principio
un carácter espontáneo. Todo despertó con el aumento de los pasajes de
transporte en junio de 2013 en la ciudad de Río de Janeiro. El pueblo
automáticamente salió a las calles a pedir no sólo por la marcha atrás del
aumento, sino a denunciar las pésimas condiciones y falta de inversión en los
transportes públicos y en otras áreas como educación, salud y vivienda.
Las/os grandes protagonistas de estas marchas
fueron las/os “precariadas/os”, término utilizado para describir a la masa de
jóvenes de clase media con estudios superiores, que se encuentran desempleadas/os
o que consiguen trabajos en condiciones de contratación precarias o tercerizadas.
Lejos de una respuesta o un intento de conciliación con las demandas de estos
jóvenes, el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva desacreditó su
accionar, aludiendo que “muchas veces son
rebeldes sin saber el por qué” y que necesitan “más discusión política”.
A estos movimientos se le suman: la huelga
nacional de petroleros/as, que denuncian la mayor privatización de la historia
de Brasil por la venta de una reserva petrolera a la Shell; la huelga de maestras/os
y choferes de micros en Río, que demandan aumentos de sueldos; la huelga
nacional del sector bancarios también exigiendo aumentos salariales; y la
huelga de policías y bomberas/os en la región de Pernambuco, que dejó un saldo
de 27 muertos y 200 locales saqueados.
El
gobierno ha tomado nota de las movilizaciones y ha actuado en consecuencia ¿De
qué forma? Usando a las fuerzas policiales para reprimir a los manifestantes
con balas de goma y gases lacrimógenos, y en caso de necesitarlo, usando
también al ejército y a la marina. El mensaje consiste en hacer desistir a las personas
de seguir asistiendo a las movilizaciones, mostrándoles a los manifestantes con
qué se van a encontrar. A pesar de esto, cuanto más cerca del mundial nos
encontramos, más marchas se realizan a lo largo del país.
El pedido de la FIFA en
cuanto a la política de seguridad fue muy claro: “Queremos una Copa tranquila”. Y esto implica que cualquier
movilización contraria a los intereses privados que se juegan tanto dentro como
fuera de las canchas, será motivo de “contención” a manos de la policía. Pero
que sea una “copa tranquila” significa mucho más que combatir a manifestantes,
significa avanzar con toda la fuerza sobre “aquellas personas que generan la
inseguridad”.
Demasiados
pobres arruinan la decoración
Río es una ciudad que tiene unos 12 millones
de habitantes, de los cuales 2,7 millones viven en las favelas. Muchas de
ellas, desde el año pasado y por decisión del gobierno, han sido intervenidas
por las fuerzas represivas a través de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP). Sin lugar a dudas, un nombre
paradójico, dado que poco tienen de pacificadores los métodos e intenciones de
estas fuerzas.
Estas unidades son manejadas por la policía
más letal de América Latina. Sólo en el año 2012, según un estudio realizado
por el organismo no gubernamental, InsightCrime, la policía asesinó a 1890 personas (a razón de
5 personas por día). Estas fuerzas se encuentran militarizadas por lo que son
comandadas por el ejército y se mantienen desde la época en que Brasil fue gobernado
por militares, donde su política demandaba matar al enemigo y ese enemigo era
casualmente de una clase social en particular.
Es
la intensa búsqueda de narcotraficantes la que justifica la intervención de las
favelas y la violación de una vasta lista de derechos humanos. Gracias a
órdenes colectivas de búsqueda y aprehensión, libradas por juezas y jueces, las
fuerzas militarizadas tienen el “derecho” a intervenir cualquier vivienda.
Casualmente la policía nunca encuentra a quienes manejan las riendas del
circuito. El miedo inunda las calles, y "Doña Rosa", que vive con su
nieta y por el simple hecho de ser pobre, debe soportar
la presencia y persecución de estas fuerzas. A estas personas, no
les queda otra que estar encerradas en sus casas o abandonar su único hogar.
A 38 días de que pite el silbato que dará
comienzo al partido inaugural, un grupo de personas de San Pablo decidió
instalarse a cuatro kilómetros del Arena Corinthians, con la consigna “Una
vivienda digna”. Estas familias decidieron quedarse en terrenos vacíos cercanos
al estadio, estableciendo una “nueva favela”, denunciando que el dinero
utilizado para la remodelación del “Arena”, podría haber sido destinado a la
construcción de las viviendas que demandan. No hay que olvidarse de que San
Pablo es la ciudad con mayor demanda habitacional,
unas 700 mil de acuerdo a estadísticas del gobierno.
Estas
realidades son bien conocidas por las autoridades y por eso se han otorgado subsidios e
incentivos a la construcción y la actividad inmobiliaria. Lo contradictorio es
que a este conjunto de políticas las han encauzado no para solucionar los
problemas de la sociedad ante el acceso a la vivienda, sino para asegurar las
600 mil plazas hoteleras que demandarán los turistas.
El fin
justifica los medios
Una vez más, priman los intereses privados por
sobre las necesidades sociales. Empresas privadas tales como Odebrecht (una de
las constructoras más grandes a nivel mundial) se han hecho cargo de la
construcción de los estadios y de las
demás obras de infraestructura, solicitadas por la FIFA, con un presupuesto
estimado de unos 8 mil millones de dólares.
Lo interesante es que las obras se atrasaron a
tal punto que a sólo un mes del inicio de la Copa, aún faltaban terminar varios
estadios, aeropuertos, avenidas, etc. ¿Cuál fue la solución propuesta? El
armado de tribunas temporarias en caso de los estadios y otras estructuras rápidamente
emplazables con tal de mostrar una realidad que no es.
Estas soluciones “temporarias” se suman al
hecho de que a estas alturas, aún se desconoce qué es lo que se hará con estas súper-estructuras
post-mundial. Por poner un ejemplo, cuatro de los estadios mundialistas se
ubican en ciudades que no tienen equipos de fútbol en primera división.
Las
colosales obras de ingeniería civil no se construyen milagrosamente por sí solas.
El pueblo brasileño está pagando con sangre las presiones de la FIFA por
terminar con las obras, trabajando hasta doce horas y con condiciones de
seguridad más que dudosas. A la fecha, ya son nueve las/os trabajadoras/es que perdieron
su vida durante la jornada laboral. Por esta razón, dentro de los reclamos también se exige una pensión
permanente para las familias damnificadas ¿Qué les queda a los que siguen? Por
el momento, nada les augura un futuro mejor. Ellas/os continúan expuestos a un
desgaste físico y mental que se expresa en diversas enfermedades y dolencias
que las/os acompañarán a pesar de concluir sus trabajos.
Los costos del mundial se cubren con los
supuestos beneficios económicos que traen a todo el pueblo brasileño ¿Beneficios
para quién? En principio, para las cadenas hoteleras que recibirán a las/os
extranjeras/os y todo lo relacionado con actividades turísticas, que sin
ninguna duda aumentaron los precios a niveles exorbitantes. Por otra parte, la
FIFA es otro de los beneficiarios ya que mediante su reglamento impide la venta
ambulante en las inmediaciones de los estadios y la venta en general de cualquier
objeto que haga alusión a la fiesta mundialista, sin la autorización oficial
por parte del organismo.
Y si proyectamos más allá del mundial, dado
que muchas de las obras carecerán de una utilidad real para los habitantes, por
poner un ejemplo, una de las propuestas que surgieron fue convertir al estadio
mundialista de Manaos, cuya construcción demandó unos 280 millones de dólares,
en una cárcel.
Quienes detentan el poder en Brasil, han hecho
oídos sordos a las demandas sociales, priorizando mega-obras sin sentido,
interviniendo militarmente las calles y las favelas, y socavando derechos
primordiales. La fiesta será, pero para pocos. En este sentido se expresó el ex
presidente Lula: “Lo que tenemos que garantizar es la realización del mundial y hacer fuerza para que Brasil
no haga el ridículo como en 1950, ahí sí que vamos a tener protestas”. Lamentablemente para él, y para las actuales autoridades, los conflictos sociales no son tan
fáciles de ocultar. El fútbol, pasión típica latinoamericana, no ha logrado, ni
logrará, tapar la realidad que castiga a millones de brasileñas/os.
Por Martín Nicolás Sotiru e Ignacio Tunes
Ilustración: Simón Jatip
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