En nuestro encuentro anterior
repasamos las dos posiciones más importantes en la historia de la Ética: La de
Aristóteles, representante de lo que se llama “eudaimonismo” (eudaimonía es en griego “felicidad”) y
la de Kant, conocida bajo el nombre de “formalismo” por su acento puesto en la
forma de la ley moral antes que en su contenido material.
En esto precisamente nos habíamos
despedido quizás sin comprender mucho lo que se decía. Entender a Kant y su
“revolución copernicana” exige el abandono de una manera de ver el mundo,
incluso de forzar un poco nuestro sano juicio para vestir otras lentes.
Y esta complejidad inherente al
fundador del idealismo trascendental, nos lleva a menudo a callejones sin
salida. O a salidas improbables, a saltos a veces difíciles de justificar. La última
vez anotamos algo no del todo correcto porque dijimos: “Lo bueno puede producir
placer en un hombre, pero éste es tan singular que no hay manera de que todos se
pongan de acuerdo acerca de él.” Esto
leído rigurosamente desde una posición kantiana es un error. ¿Por qué? –y esto
nos lleva directamente a nuestro tema de hoy- porque en la ética kantiana el
Bien y el placer caminan por sendas estrictamente separadas, ¿necesariamente
opuestas?
Algo habíamos adelantado. Para
Kant todos los “bienes” son parciales. Poseer casas, autos, empresas; alcanzar
el éxito en un deporte; granjearse el amor de cualquiera –incluso el amor de tu
vida-; ser el más destacado filósofo de la historia, nada de eso lleva consigo
la medida de lo verdadero. A fin de cuentas, cuando estés por ver crecer las
flores desde abajo, todo eso habrá sido apenas la trama de tu singular ensueño.
¡Esta es la palabra que nos interesa, singular! Kant, el rigorista, es enemigo acérrimo
de todo lo que deje lugar a dudas, de todo lo que pueda caer por fuera de la
ley. Y las leyes, ya todos lo sabemos desde la escuela, las leyes son universales. “Para todo x, Fx”. La
moralidad entonces será ámbito de legislaciones universales, de un para todos insoslayable que dará lugar a
los casos más excéntricos.
Pero seamos claros, según Kant,
todo sentimiento singular-subjetivo que acompañe a un acto que quisiéramos
calificar de moral o inmoral debe ser puesto en consideración para el veredicto
final. Lo único bueno “sin restricciones” es la “Buena Voluntad”. Todos sabemos
que la voluntad humana no es divina, porque es de carne y se equivoca. Luego su
aspiración última será coincidir con ese ideal. Hasta aquí, la cosa no pasa de
un cristianismo maquillado de filosofía y nada nuevo bajo el sol. La cuestión
es que esa buena voluntad –cuyo representante “real” es únicamente Dios- es la
vara, la Ley Universal según la cual medimos todas nuestras acciones. Tal ley
no posee contenido alguno, es pura forma que inercialmente exige del agente
absolutamente todo lo que pueda ofrecerle.
La ética kantiana es una ética
del sacrificio, enfrentada esencialmente al hombre de a pie, porque no para de
exigirle lo imposible: Actúa de modo tal que lo que estás haciendo
no haya tenido como motivo ningún sentimiento. No ayudes a tu amigo porque es
tu amigo, ayúdalo porque está bien ayudar al otro, pero lo que es peor: no
sientas absolutamente nada al hacerlo, ni siquiera un leve bienestar. No sientas
satisfacción porque la única acción moralmente buena es pura, esto es, vacía de
cualquier determinación. La universalidad de la ley que intenta
aplicarse sacrifica todo objeto al poner patas arriba al agente moral y lo deja
hueco y reseco, pero eso sí, impoluto y “digno”.
Comienzan a oírse los pasos de
Freud. Este psicoanalista en El malestar
en la cultura nos dio una clave: Lo que en la historia del hombre ha pasado
usualmente como “sentimiento moral” tiene su asiento en el aparato psíquico. No
sólo eso, sino que “la búsqueda de lo bueno, del bien” puede estar íntimamente
emparentada con su opuesto: ¿El mal? Mejor: la voluntad destructiva, la pulsión
de muerte, thanatos.
No es que para Freud, Kant se haya “equivocado”. Lo que hizo fue
revelar el reverso de la acción moral. Creíamos ser hombres buenos, ciudadanos
ilustres, padres ejemplares y a la par con ello poníamos en movimiento y al
descubierto lo más íntimo de nuestro psiquismo. La filantropía está al
servicio del narcisismo más básico, o cualquier otra variante de la
“abnegación”.
No obstante, tampoco se trata de
“poner en evidencia intenciones ocultas”, sino más bien de estudiar el carácter
constitutivamente paradójico de la “instancia moral”. Ésta tiene su sede en el
Super-Yo y desde allí lanza al indefenso agente un sinfín de exigencias evidentemente
absurdas y crueles: “Ama al prójimo como a ti mismo”, ¿qué mandato más
contrario a toda experiencia humana?
Será J. Lacan quién dé el
batacazo en esta historia. ¿De qué manera? Uniendo al intachable Immanuel Kant,
eminente vecino del condado de Könisberg, libre-pensador, republicano, filósofo
casto; a la figura del decadente, reprobable, perseguido y vilipendiado Marqués
de Sade.
Lacan intentará derivar una ética
bajo la forma de un imperativo categórico (el que precisamente exige Kant para
testear cualquier máxima subjetiva) de la obra del Marqués Filosofía en el tocador, y la enunciará de manera muy plausible: Dado
que ningún hombre puede ser propiedad de otro hombre “tengo derecho a gozar de
tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré sin que ningún
límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar
en él”[1].
El reino fundado por la máxima sadeana es el reino del goce, quizás no
sea del agrado de Kant, pero no hay contradicción lógica en pensar un
imperativo categórico de estas características.
Hay una similitud y una
diferencia. Toda la cuestión se vuelve confusa y compleja y sentimos muchas
veces que no avanzamos más que a tientas so pena de equivocarnos groseramente.
Mala suerte, son los riesgos de animarse a pensar. Sigamos entonces.
Kant con su imperativo de
sometimiento a la forma pura de la ley, expulsa al objeto del deseo hacia
afuera de la acción “moral” (actúo bien precisamente porque ningún deseo motiva
mi obrar, sólo la ley). En esto radica seguramente el sacrificio kantiano a la
Voluntad del Otro. Y así el camino a la
santidad se parece mucho a la muerte en vida. Un sujeto intachable que cumple
maquinalmente los preceptos del deber, pero sin poder encontrar satisfacción
alguna en lo que ejecuta.
Por su parte, el incondicional
sadeano es más franco –según Lacan- porque no oculta que allí el que habla es
el Otro del inconsciente. No es tampoco que Sade se diera cuenta de ello. La
instancia moral sadeana nos impulsa abiertamente a gozar de todo y de todxs, agotando las fuentes del placer y
avanzando hasta el pozo más profundo del dolor que encuentra su límite
únicamente en el desvanecimiento del sujeto o su propia muerte.
Es extremadamente complejo pintar
el cuadro de la senda que el psicoanálisis abre en la historia de la Ética,
porque apela a categorías a las que la filosofía no está acostumbrada a usar de
este modo, y a un sujeto que cuando habla difícilmente quiera decir eso que
dicen sus labios. Quizás lo más interesante después de todo este trajín es
notar cómo de repente toda la cuestión acerca del “supremo bien”, la felicidad
y el bienestar, se emparentó con su opuesto y con lo que la “acción moral”
busca evitar por todos los medios: la destrucción, el sometimiento, el malestar
y hasta la propia muerte.
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