jueves, 30 de enero de 2014

La dicha no es una cosa alegre. ¿Cuál es el objeto de tanto malestar?


En nuestro encuentro anterior repasamos las dos posiciones más importantes en la historia de la Ética: La de Aristóteles, representante de lo que se llama “eudaimonismo” (eudaimonía es en griego “felicidad”) y la de Kant, conocida bajo el nombre de “formalismo” por su acento puesto en la forma de la ley moral antes que en su contenido material.



En esto precisamente nos habíamos despedido quizás sin comprender mucho lo que se decía. Entender a Kant y su “revolución copernicana” exige el abandono de una manera de ver el mundo, incluso de forzar un poco nuestro sano juicio para vestir otras lentes.

Y esta complejidad inherente al fundador del idealismo trascendental, nos lleva a menudo a callejones sin salida. O a salidas improbables, a saltos a veces difíciles de justificar. La última vez anotamos algo no del todo correcto porque dijimos: “Lo bueno puede producir placer en un hombre, pero éste es tan singular que no hay manera de que todos se pongan de acuerdo acerca de él.” Esto leído rigurosamente desde una posición kantiana es un error. ¿Por qué? –y esto nos lleva directamente a nuestro tema de hoy- porque en la ética kantiana el Bien y el placer caminan por sendas estrictamente separadas, ¿necesariamente opuestas?

Algo habíamos adelantado. Para Kant todos los “bienes” son parciales. Poseer casas, autos, empresas; alcanzar el éxito en un deporte; granjearse el amor de cualquiera –incluso el amor de tu vida-; ser el más destacado filósofo de la historia, nada de eso lleva consigo la medida de lo verdadero. A fin de cuentas, cuando estés por ver crecer las flores desde abajo, todo eso habrá sido apenas la trama de tu singular ensueño. ¡Esta es la palabra que nos interesa, singular! Kant, el rigorista, es enemigo acérrimo de todo lo que deje lugar a dudas, de todo lo que pueda caer por fuera de la ley. Y las leyes, ya todos lo sabemos desde la escuela, las leyes son universales. “Para todo x, Fx”. La moralidad entonces será ámbito de legislaciones universales, de un para todos insoslayable que dará lugar a los casos más excéntricos.

Pero seamos claros, según Kant, todo sentimiento singular-subjetivo que acompañe a un acto que quisiéramos calificar de moral o inmoral debe ser puesto en consideración para el veredicto final. Lo único bueno “sin restricciones” es la “Buena Voluntad”. Todos sabemos que la voluntad humana no es divina, porque es de carne y se equivoca. Luego su aspiración última será coincidir con ese ideal. Hasta aquí, la cosa no pasa de un cristianismo maquillado de filosofía y nada nuevo bajo el sol. La cuestión es que esa buena voluntad –cuyo representante “real” es únicamente Dios- es la vara, la Ley Universal según la cual medimos todas nuestras acciones. Tal ley no posee contenido alguno, es pura forma que inercialmente exige del agente absolutamente todo lo que pueda ofrecerle.

La ética kantiana es una ética del sacrificio, enfrentada esencialmente al hombre de a pie, porque no para de exigirle lo imposible: Actúa de modo tal que lo que estás haciendo no haya tenido como motivo ningún sentimiento. No ayudes a tu amigo porque es tu amigo, ayúdalo porque está bien ayudar al otro, pero lo que es peor: no sientas absolutamente nada al hacerlo, ni siquiera un leve bienestar. No sientas satisfacción porque la única acción moralmente buena es pura, esto es, vacía de cualquier determinación. La universalidad de la ley que intenta aplicarse sacrifica todo objeto al poner patas arriba al agente moral y lo deja hueco y reseco, pero eso sí, impoluto y “digno”.

Comienzan a oírse los pasos de Freud. Este psicoanalista en El malestar en la cultura nos dio una clave: Lo que en la historia del hombre ha pasado usualmente como “sentimiento moral” tiene su asiento en el aparato psíquico. No sólo eso, sino que “la búsqueda de lo bueno, del bien” puede estar íntimamente emparentada con su opuesto: ¿El mal? Mejor: la voluntad destructiva, la pulsión de muerte, thanatos.

No es que para Freud, Kant se haya “equivocado”. Lo que hizo fue revelar el reverso de la acción moral. Creíamos ser hombres buenos, ciudadanos ilustres, padres ejemplares y a la par con ello poníamos en movimiento y al descubierto lo más íntimo de nuestro psiquismo. La filantropía está al servicio del narcisismo más básico, o cualquier otra variante de la “abnegación”.

No obstante, tampoco se trata de “poner en evidencia intenciones ocultas”, sino más bien de estudiar el carácter constitutivamente paradójico de la “instancia moral”. Ésta tiene su sede en el Super-Yo y desde allí lanza al indefenso agente un sinfín de exigencias evidentemente absurdas y crueles: “Ama al prójimo como a ti mismo”, ¿qué mandato más contrario a toda experiencia humana?

Será J. Lacan quién dé el batacazo en esta historia. ¿De qué manera? Uniendo al intachable Immanuel Kant, eminente vecino del condado de Könisberg, libre-pensador, republicano, filósofo casto; a la figura del decadente, reprobable, perseguido y vilipendiado Marqués de Sade.

Lacan intentará derivar una ética bajo la forma de un imperativo categórico (el que precisamente exige Kant para testear cualquier máxima subjetiva) de la obra del Marqués Filosofía en el tocador, y la enunciará de manera muy plausible: Dado que ningún hombre puede ser propiedad de otro hombre “tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”[1].

El reino fundado por la máxima sadeana es el reino del goce, quizás no sea del agrado de Kant, pero no hay contradicción lógica en pensar un imperativo categórico de estas características.
Hay una similitud y una diferencia. Toda la cuestión se vuelve confusa y compleja y sentimos muchas veces que no avanzamos más que a tientas so pena de equivocarnos groseramente. Mala suerte, son los riesgos de animarse a pensar. Sigamos entonces.

Kant con su imperativo de sometimiento a la forma pura de la ley, expulsa al objeto del deseo hacia afuera de la acción “moral” (actúo bien precisamente porque ningún deseo motiva mi obrar, sólo la ley). En esto radica seguramente el sacrificio kantiano a la Voluntad del Otro.  Y así el camino a la santidad se parece mucho a la muerte en vida. Un sujeto intachable que cumple maquinalmente los preceptos del deber, pero sin poder encontrar satisfacción alguna en lo que ejecuta.

Por su parte, el incondicional sadeano es más franco –según Lacan- porque no oculta que allí el que habla es el Otro del inconsciente. No es tampoco que Sade se diera cuenta de ello. La instancia moral sadeana nos impulsa abiertamente a gozar de todo y de todxs, agotando las fuentes del placer y avanzando hasta el pozo más profundo del dolor que encuentra su límite únicamente en el desvanecimiento del sujeto o su propia muerte.

Es extremadamente complejo pintar el cuadro de la senda que el psicoanálisis abre en la historia de la Ética, porque apela a categorías a las que la filosofía no está acostumbrada a usar de este modo, y a un sujeto que cuando habla difícilmente quiera decir eso que dicen sus labios. Quizás lo más interesante después de todo este trajín es notar cómo de repente toda la cuestión acerca del “supremo bien”, la felicidad y el bienestar, se emparentó con su opuesto y con lo que la “acción moral” busca evitar por todos los medios: la destrucción, el sometimiento, el malestar y hasta la propia muerte.



[1] Lacan, “Kant con Sade” (1963)

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