“¿Dónde se ve una persona que sepa el precio
del tiempo, el valor de un día y que considere que cada día muere? Esto es lo
que nos produce el engaño, que miramos a la muerte de lejos, aunque en gran
parte ya haya pasado, porque el tiempo pasado pertenece a la muerte” Séneca, Cartas a Lucilio.
Café y puré instantáneos, entregas en el acto, negocios “24-7 365”,
mensajes de texto, internet 2.0, conexiones de 10 Mbps, aplicaciones y
“gadgets” 3.0.1.2, diarios digitales con noticias “al minuto”, cobertura “en
vivo”. La lista puede engrosarse casi indefinidamente, si no fuera porque el
reloj también me corre para escribir este texto. Lo cierto es que todos estos elementos dan cuenta de algo: del modo en
que en nuestras sociedades contemporáneas -los llamados “capitalismos
avanzados”- se vive el tiempo[1].
Concluimos nuestra reflexión en el número anterior con la idea de que el tiempo puede ser
comprendido de varios modos (“el tiempo se dice de muchas maneras”
parafraseando a Aristóteles) y bajo esa guía daremos algunos pasos hoy.
Nos orienta también una convicción: la filosofía es ética, es decir: si
lo que estudiamos en esta disciplina no nos sirve para comprender-nos
(y así orientar nuestra acción en el mundo un poco mejor) cualquier tema es
intrascendente, apenas un ejercicio retórico apoyado en la polisemia
significante para entretener, pero no nos transforma. Tal idea -para variar- no
es nuestra, es Sócrates diciéndonos “una
vida sin examen no vale la pena”, sentencia que para Platón valió una
apología, cifrando así en el dominio de lo práctico (praxis) el tesoro del
descubrimiento griego. Porque no es algo menor notar que por lo general “la
filosofía” llega hasta nosotros a través del discurso universitario y en la
forma de theoria.
¿Por qué disponemos de tantos
productos y servicios que nos ahorran tiempo?
Fast-food (en algunos casos no es necesario ni bajarse del auto
para comprar), el mismo auto-móvil que reduce trayectos enormes a minutos,
rapi-pagos, lave-raps, préstamos “en el acto”, servicios de larga distancia
todos los días, “atendemos domingos y feriados”, horas extra y –con suerte- paga
doble[2].
Está claro: es una necesidad
contemporánea “ahorrar tiempo”. Pero ¿para qué querríamos hacer eso? Quizás una
buena respuesta sea la siguiente: para poder dedicarnos a vivir. En la representación del tiempo en la que nos
formamos en nuestras sociedades capitalistas de relojes digitales que nos
mandan al trabajo a las 08.00 am (y que nos castigan si un tren nos demoró
hasta las 08.13) anida la idea de que el tiempo de trabajo es un bien entregado
a Otro –enajenado- y que por ello además debe ser remunerado ¡y remunerado como
corresponde! –Me están robando la vida y
ni siquiera me alcanza el sueldo para comprarme lo que las publicidades me
“ofrecen”. Por supuesto que lo central aquí es el concepto de “trabajo
alienado”, la negación del “ser genérico” del hombre descubierto por el joven
Marx, responsable de un hiato en la historia del pensamiento. Alguien se
apropia de algo que me pertenece, pero por otro lado dice “reconocerlo”, por
ello me ofrece a cambio –algunas
veces de manera más justa que otra- dinero, un monto especifico. Este dinero
representa, según la teoría económica marxista, “el tiempo socialmente necesario para reproducir la fuerza de trabajo”.
Es ni más ni menos, lo que me cuesta mantenerme con vida para volver al otro día
y renovar el ciclo: la canasta básica.
Pero no nos interesa aquí el
problema de la plusvalía. Más importante es remarcar que en estas sociedades lo
que dictamina el modo de empleo –el uso- de nuestro tiempo, es el trabajo
mismo. Se nos paga por “el tiempo socialmente necesario”. 8
horas dura la jornada laboral, una hora (con suerte) puede tomarme el traslado
de y hasta el lugar de trabajo, una hora podría dedicar a resolver el modo en
que me voy a alimentar (ya pasé por alto el almuerzo o lo resolví en un local
de comida rápida), una hora podría
llevarme acomodar el lugar en donde vivo, limpiarlo y ordenarlo, 8 horas
debiera dedicar al sueño, al menos si es mi intención conservar cierto grado de
salud; me restan 5 horas para hacer “lo que quiero” y siempre y cuando, mi
salario me lo permita. Porque tal vez disfruto mucho de viajar a otras ciudades
o de salir a comer al centro, pero no dispongo de los medios suficientes (y
seguramente en el primer caso, tampoco del tiempo). 8 horas trabajo, 8 duermo,
me restan 8 que emplearé en gran parte en “reproducirme” como trabajador…
Entonces ¿puede ser que en nuestras sociedades sintamos que comenzamos
a vivir, que vivimos realmente sólo en nuestro tiempo de “ocio”? Vacaciones,
domingos, feriados, he aquí lo que la cultura moderna nos ofrece –si no hemos
tenido un poco de suerte como para pertenecer a la bien llamada clase
“acomodada”- para desarrollar nuestro potencial, todo eso que deseamos
hacer. –Me gustaría mucho tocar un instrumento, pero “no tengo tiempo”[3].
No es necesario ahondar más por este camino, las alternativas están
claras: o el tiempo de trabajo es tiempo entregado a Otro –enajenado- y por
ello nos realizamos (¿hacemos real un deseo?) en nuestros momentos de “ocio”; o
apelando al optimismo, la suerte y algo de resignación respecto del futuro
político, realizamos un deseo propio en la
actividad laboral y así atenuamos ese sentimiento de enajenación. No obstante,
este es apenas uno de los modos –seguramente el modo más cercano y frenético-
en que podemos comprender a este eterno compañero de la humanidad. No hemos
dicho por qué pero al menos hemos anotado algunas características que dan
cuenta de un tipo de relación desesperada, impaciente, acaso algo infantil
propia de nuestra época.
Que del empleo del tiempo se
seguía necesariamente un “modo de vida” era algo dispensado de mayor meditación
entre los filósofos de la antigüedad. Por eso se ha dicho que un estudiante del
Liceo, de la Academia, un discípulo de Sócrates o de Epicuro pagaba al maestro “con
su propia vida”, porque la opción por la filosofía, antes de su
profesionalización y organización bajo el sistema universitario, consistía en vivir acorde a ciertos preceptos. Ética y filosofía eran la misma cosa. Este es
el aporte de Pierre Hadot en su lectura de las escuelas antiguas. La oposición
al modo universitario de la actividad filosófica imperante en nuestros días.
Hoy vivir la filosofía significa trabajar
de profesor o investigador, algunas horas al día para luego colgar los
libros y hacer alguna otra cosa. En los orígenes de la disciplina, vivir la
filosofía significaba simplemente vivir
de una manera determinada. Y algo de eso se conserva en la cháchara, en la
cáscara cristiana cuando se habla de “opción por los pobres” y se recuerda sin
rubor en el siglo XXI el consejo de “despojarse de todos los bienes”
debidamente archivado y olvidado en la biblioteca del Vaticano. El propio
Cristo fue un filósofo pleno en este sentido: en que vivió acorde a una verdad
que lo guiaba.
No es casualidad que uno de los más conspicuos moralistas de la historia
de la filosofía –Séneca de Córdoba, España- dedicara importantes reflexiones al
tema del tiempo y su empleo. Sus célebres Cartas
a Lucilio se abren disertando sobre esta materia. Allí aconseja al joven
aprovechar el tiempo adecuadamente porque los mortales no poseemos otro bien.
Ninguna cosa, título o fortuna material se equipara al don del tiempo. De allí
que en la juventud se identifique un tesoro y que en la vejez asalte con
facilidad la duda ante todo lo hecho.
“Haz de suerte, mi querido
Lucilio, que el tiempo que se tiene la costumbre de sustraernos, o el que tú
mismo dejas escapar, administres y cuides (…) encontrarás que la mayor parte de
la vida se va en hacer mal, gran parte en no hacer nada, y toda ella en hacer
otra cosa diferente a la que se debería”.
Podría transcribir enteras sus reflexiones en estas páginas porque
además de breves son como un hachazo, como el hachazo que significa caer en la
cuenta de que el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos los hombres,
pero prefiero invitar a su lectura directa. Los biólogos y los médicos se
afanan en hablarnos del cuerpo y sus propiedades, buscan los genes responsables
de su decadencia. Pero ya sentenció implacable el poeta “para
todo hay término y hay tasa”[4].
Escribe: Enrique A. Rodríguez
Ilustran: Martín Zinclair y Giya Zabalza
[1] Afirmación aplicable también a los países como el nuestro que si bien no
han alcanzado ese estadio, apuntan a él como modelo.
[3] Aunque, por otro lado, no es menos horrorosa la idea de ir un domingo a
dar una vuelta al centro, a mirar vidrieras de neg-ocios –de negadores del
ocio- precisamente en nuestro tiempo libre.
[4] Poema Límites de Jorge Luis Borges.
No hay comentarios:
Publicar un comentario